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XXV. Formas de contacto en el tai chi chuan
1. Consideraciones y paradojas

 

108. Primera paradoja: agresión y destructividad
109. Segunda paradoja: sensibilidad y erotización
110. Contacto marcial y tai chi chuan (más consideraciones previas)
111. Los sistemas de entrenamiento marcial y el tai chi chuan

 

La primera consideración previa a nuestra propuesta de práctica de contacto proviene del reconocimiento del lugar que éste ocupa en el conjunto del entrenamiento. Lo mismo que hemos planteado que una sesión de tai chi chuan no está definida por el uso de unas técnicas u otras, sino por su sensibilidad con respecto al ciclo taichi (465), decimos ahora que no es posible entender, profundizar y sacar el provecho que implica esta práctica sin colocar el trabajo de contacto en el centro de la misma.

El contacto no es, tanto como lo son la entrada, el fa jin o la forma, una parte del ciclo, sino un elemento central que puede y debe ser utilizado en todos los momentos del mismo. La práctica en solitario y el trabajo con un compañero son justamente las dos maneras en que hacemos todo el entrenamiento. El contraste de las vivencias en ambas situaciones las enriquecen y alimentan mutuamente («cuando estés solo debes trabajar como si estuvieses con un compañero; cuando estés con un compañero, como si estuvieras solo» es la conocida máxima que habla del sentido de esta interacción). Si sólo somos capaces de mantener y acrecentar la atención cuando trabajamos con un compañero, como ocurre en tantos sistemas más enfocados a la lucha, nos perdemos una mitad. Pero en el caso de la práctica del tai chi chuan, lo habitual suele ser lo contrario: la resistencia y la incomprensión del trabajo compartido y la dedicación casi exclusiva al trabajo en soledad (466).

Sin duda, estos dos elementos (el trabajo con el ciclo y la función del contacto) son los constituyentes que definen lo que para nosotros es el tai chi chuan. Y no tanto por razones de origen y naturaleza. Aunque estas razones avalan nuestro criterio, son secundarias frente a las que se refieren a su sentido actual y su utilidad en los momentos que nos toca vivir. Hemos aclarado desde las primeras páginas que no tenemos ningún interés en reivindicar esencias o linajes, pero la necesidad en insistir en la naturaleza fundamental del trabajo de contacto es también indicador del grado de dilución en la comprensión de lo que el tai chi chuan ha sido y es.

Tras todo lo dicho hasta aquí sobre el lugar del cuerpo, la energía/emoción como puente entre cuerpo y mente, y la agresión, no extrañará a nadie que comencemos a hablar de las formas de contacto en la práctica del tai chi chuan como propuestas e intentos atravesados por su propias paradojas. Será la capacidad de vivenciar y gestionar tales paradojas lo que va a convertir la experimentación del contacto agresivo en algo interesante y útil. En caso contrario, cuando estas paradojas se viven como irresolubles -meras contradicciones-, el contacto marcial que aquí proponemos se sentirá como una imposibilidad: tanto cuando nuestra sensibilidad haga imposible ningún rendimiento positivo a algo que se vive como invasión, peligro y brutalidad o, desde el extremo opuesto, en los casos en que nuestras tendencias patológicas propician tal contacto como alimento, justificación o exaltación de las mismas.

Resumiendo, podríamos decir que el contacto agresivo es tan delicado, tan difícil de gestionar, que resulta impracticable (o practicable sólo de manera muy limitada, en formas superficiales o tan ritualizadas que nos protegen de cualquier implicación emocional), a no ser que seamos capaces de resolver constructivamente las paradojas que lo atraviesan.

 

108. Primera paradoja: agresión y destructividad

Esta es la primera paradoja con la que se enfrenta cualquier practicante de un sistema de lucha que no necesite formas de agresión físicas. Esto es, aquellas personas que viven como enfermizas y deplorables las formas gratuitas de agresión. Es el lugar al que se sienten empujados el conjunto de los «débiles» que tienen suficiente experiencia como para entender que tales experiencias sólo han servido para convertirlos en perdedores: el conjunto de las mujeres que desde niñas conocen que en este ámbito de la fuerza física poco tienen que hacer en general frente a sus pares niños, y menos aún frente a los adultos.

Los niños que han sufrido de la crueldad de sus pares más fuertes o perversos, o de los adultos, pueden reaccionar interiorizando la agresión como falla a la que deberán sobreponerse (son notables los casos de niños débiles o agredidos que se convirtieron o expertos luchadores (467) o deportistas de riesgo -sustituyendo aquí el riesgo psíquico o el riesgo ante otro humano de la experiencia infantil por un riesgo actual en la actividad que se practica-, porque estructuraron su crecimiento alrededor de la necesidad de «superar» su condición de víctimas... (Existen casos de mujeres que obedecen a este patrón, pero son muchas menos ya que éstas encuentran con más facilidad recursos de compensación en otros campos.) ¿Quién llegaba o llega relativamente indemne de la violencia física en un mundo donde la crueldad ejercida contra los débiles era o es vista como natural? Y, en estas circunstancias, ¿qué sistema de lucha se puede presentar no contaminado por estas condiciones de brutalidad gratuita que ha atravesado la historia humana?

[Existen notables casos de temibles guerreros con muchas vidas abatidas en sus años de juventud que sufrieron su propia fulminante «caída de caballo» y dedicaron el resto de sus vidas a intentar restituir sus crímenes en el servicio a los más desheredados o en la renuncia de la vida monástica. Destacan también algunos creadores de sistemas marciales cuyo énfasis se halla precisamente en la no-violencia y la «consecución de la paz» como bien supremo en circunstancias vitales y sociales atravesadas por guerras y profundas crisis que dejarían atrás los últimos restos de los ideales caballerescos propios de los guerreros medievales (468).]

Volviendo a nuestras circunstancias, la capacidad de respuesta a la paradoja contacto agresivo/brutalidad destructiva es la que funciona como puerta clave de acceso a una posible práctica no destructiva (y, en las circunstancias actuales, no autodestructiva-alentadora de patologías) del contacto agresivo. Su formulación teórica es sencilla de entender: saber que, en la medida en que progresas en conocimientos y destrezas marciales el potencial destructivo de tus movimientos aumentará y que la condición para una práctica útil será la no utilización de ese potencial. Pero esto no significa sólo que no usarás tus conocimientos para agredir, hacer daño físico a nadie. Significa también -y quizá, ante todo, y esto es lo que lo convierte en difícil, a veces imposible de cumplir-, que no necesitas de ese poder para afirmarte en ti y ante los otros, por lo que sabrás orientar su uso contigo mismo y con los demás en una dirección constructiva/ comunicativa. En cuanto a la práctica grupal, significa imponer estrictamente el código de conducta por el que la condición de la práctica es precisamente la no justificación de la agresión causante de daño o, simplemente, no asumible por el otro en el momento o de la forma que se pueda ejercer.

Esta consideración de no necesidad es crucial pues, aunque en las circunstancias relativamente pacíficas en que transcurre la vida cotidiana en las sociedades europeas, sea poco frecuente el uso agresivo de las técnicas de lucha por parte de quienes las conozcan, no resulta así su carácter de necesidad para quienes las han aprendido y las cultivan. Quien necesite de tales destrezas para una afirmación de su razón de ser, será cautivo del desarrollo ad infinitum de sus habilidades, siempre puestas a prueba y exhibidas ante los demás como prueba de su valía. En este sentido, el hombre regresa al estado en que se imagina el macho de la manada que pugna por no perder su puesto al mando de la misma y se encuentra atrapado por tal necesidad de afirmación de poder en un ámbito tan primario como brutal (469). Desde ese lugar, cualquier orientación que se pretenda marcial y que limite el dominio de las destrezas marciales a cierto aspecto del trabajo, no exclusivo o prioritario, será vista como débil, y descalificada por esa razón.

En el otro extremo de quienes no pueden encarar esta primera paradoja está la de los que, aun admitiendo el origen o la adscripción marcial de una práctica como el taichi, no pueden de hecho dirigir el entrenamiento hacia una experimentación en este terreno, y se limitan a mantener ciertas referencias difusas o rituales (470). Lo marcial para estos será siempre una imposibilidad pues lo viven en contradicción con un contacto no destructivo.

Colocando el contacto agresivo en el centro de nuestra práctica, pretendemos crear un espacio donde se abran resquicios o puertas a través de las que esta paradoja sea asumible y, como tal, de provecho para los practicantes que no niegan el potencial agresivo del gesto humano.

 

109. Segunda paradoja: sensibilidad y erotización

Para las mujeres en general y los hombres no necesariamente interesados en afirmarse en la fuerza física y la agresión, se abre un espacio de exploración del contacto físico agresivo atravesado siempre por la anterior paradoja. Y junto a ella, se abre una segunda referida a las connotaciones eróticas del contacto.

En las sociedades occidentales postindustriales altamente urbanizadas vivimos en este ámbito bajo una doble presión: por un lado, la reducción del espacio vital viene asociada a cierta exacerbación del tabú de todo contacto físico. Por otro, el debilitamiento de las funciones económicas y sociales de los modelos tradicionales de pareja y familia con roles sexuales rígidamente establecidos -y espacios más o menos tolerados para los comportamientos no explícitamente aceptados como el adulterio o la homosexualidad-, erotiza la imagen corporal y carga de reclamos sexuales explícitos la imaginería pública con medios poderosísimos que hace años simplemente no existían (publicidad, cine, televisión). La presencia de estos elementos de presión incorpora complejidad y desorientación a quienes necesiten o añoren pautas predecibles e inamovibles.

En nuestro entrenamiento, donde el contacto deja abierta la puerta a la sensación, pero ésta no está dirigida a una experiencia erótica, entramos en un terreno tan interesante como difícil para algunos. Lo mismo que se abre la posibilidad de experimentar de forma no destructiva con el potencial agresivo, nos proponemos no cargar de un erotismo explícito el contacto corporal, con lo que las presiones a las que hacía referencia encuentran un espacio de gestión. Creo que este espacio abierto es otro de los ingredientes que convierten el contacto en nuestra práctica como algo en lo que merece experimentar.

 

110. Contacto marcial y tai chi chuan (más consideraciones previas)

Aunque la actitud básica de quien se acerca a una práctica marcial es su disponibilidad a encontrarse con algún tipo de contacto físico agresivo (o sea, que está dispuesto a correr cierto riesgo de recibir golpes, empujones, agarrones más o menos agradables o caídas, y a infringírselos a otros), no es el caso de quienes mayoritariamente se acercan a la práctica del taichi. Su consideración como «gimnasia suave» la aleja de estos ámbitos frecuentados básicamente por los hombres jóvenes que acuden a un entrenamiento dirigido a la lucha. Sin embargo, como ya he comentado, el tai chi chuan es inconcebible sin un contacto -que es fundamentalmente marcial- en la óptica desde la que lo encaramos.

Aunque esto último provoque sorpresa -e incluso rechazo inicial- en muchos de los practicantes, nos otorga la ventaja de poder comenzar con una exploración sobre la que no se han depositado expectativas fantasiosas. Casi siempre estamos en una situación que, como digo, contrasta con la de los «practicantes de artes marciales»: hombres jóvenes con «ganas de pelea», desde el luchador narcisista hasta el psicótico o fronterizo que necesita una afirmación violenta de sus límites corporales, pasando por el que ha idealizado una figura de «guerrero espiritual» -samurai o caballero andante-, y está dispuesto a todo tipo de rituales físicos o esotéricos... Personas con la ventaja de estar bien predispuestas a un trabajo de contacto marcial, por duro que sea, pero muy lejos de las posibilidades de traducción y la apertura a la interiorización que implica un enfoque interno.

No quiero decir con ello que quienes carecen de estas expectativas se encuentren más cerca de estos enfoques. Más bien nos encontramos casi siempre con lo contrario: una fuerte resistencia al contacto físico como expresión de una falta de contacto consigo mismo, o una disposición a la interiorización como fuga. Es difícil establecer estrategias que hagan posible la convergencia de ambos puntos de partida, muchas veces condicionados también por la edad y el género (la situación es claramente distinta, en general, entre hombres y mujeres) pero, a partir de cierto nivel, el encuentro de ambos puntos sería la muestra más evidente de que se ha accedido a un nuevo punto de partida desde el que el verdadero enfoque interno de un entrenamiento marcial sería posible.

Con esto, sobra decir que la forma de desarrollar un programa de contacto marcial ha de ser ajustada a las condiciones del grupo, condiciones que están determinadas en primer lugar y tratándose de jóvenes o adultos en condiciones físicas normales, por los aspectos a los que me acabo de referir.

 

111. Los sistemas de entrenamiento marcial y el tai chi chuan

Cada estilo de lucha ha desarrollado unos modelos de entrenamiento ajustados a sus fines, a la capacidad y sensibilidad de sus maestros y practicantes, y a la evolución de la práctica a lo largo del tiempo. En este punto, y dentro del enfoque que estamos explicando, más que considerar el taichi de forma estricta, como una tradición o una serie de tradiciones de práctica transmitidas dentro de familias u otras estructuras cerradas, prefiero referirme a él desde una perspectiva más amplia. Aunque cada maestro o escuela pretendiera un origen y una línea nítida de trabajo, esto no es así en cuanto las miramos con cierta perspectiva temporal. Aunque trataremos de esto más adelante, podemos anticipar que el taichi, como el resto de las tradiciones afines, se ha visto influido y enriquecido por las aportaciones de los distintos sistemas con los que ha ido entrando en contacto. En cuanto a sus aspectos marciales, con mucha mayor razón, ya que su evolución y prestigio dependía de su solvencia fuera de los ámbitos internos de práctica.

Si el taichi obtuvo cierta relevancia en los primeros años del siglo XX en China, fue debido al prestigio de algunos de sus representantes en el combate. Esta circunstancia cambió radicalmente en la segunda mitad del siglo coincidiendo con su divulgación en Occidente. Quizá por ello, libres de las servidumbres de aquellas circunstancias, estamos de nuevo en condiciones de considerar su aportación -por otro lado mucho más fragmentaria y dispersa que en otros estilos-, no como un sistema cerrado y «completo» de técnicas. Como ya he señalado, estas técnicas -tanto las diseñadas con fines terapéuticos como las de combate- cobran sentido en un marco global o una concepción que hace posible su ajuste a nuestra sensibilidad, circunstancia y necesidades.

Esta consideración nos permite situarnos en disposición de aprovechar todas las herramientas accesibles que puedan sernos útiles -lo que, por otro lado, han hecho todos los practicantes en cualquier época-. Si se evitan estas influencias, como ocurre con frecuencia, es debido a la falta de confianza en la visión de fondo que subyace a nuestro enfoque. Tememos que éste se vea arrastrado y quizá anulado por la potencia y claridad de otro mejor ubicado. Y si esto sucediera, ¿cuál sería el problema? Creo que la pregunta se responde con facilidad a sí misma y no necesita mayor consideración. En nuestro caso, consideramos que la principal aportación del tai chi chuan se encuentra precisamente en la amplitud del marco que ofrece, más que en las técnicas, sistemas y formas que hemos heredado, sin pretender con ello restar valía a estas últimas (471).

Desde esta consideración, y entrando ya en lo referente al contacto estrictamente marcial, es necesario hacernos eco de algunas consideraciones que, más que a uno u otro estilo, se refieren a elecciones y actitudes más o menos conscientes en relación a la forma misma de gestionar tal contacto. Cuando hablamos de distancias en las que algunos sistemas se han especializado, dejando otras de lado, hablamos de esta cuestión: algunos parten del hecho de que todo combate terminará en un cuerpo a cuerpo, y éste en una lucha en el suelo, por lo que dedicarán todo su entrenamiento a estas situaciones. En el otro extremo, hay sistemas que, incluso cuando no utilizan armas -palos, dagas o espadas-, entrenan para enfrentarse a las mismas. Por fin quienes priman distancias en las que los golpes sin agarre y la defensa frente a los mismos serán lo fundamental. Aunque no es el lugar para entrar en aspectos técnicos de cada una de estas tendencias, merece la pena hacer algunas consideraciones que pueden sernos útiles, incluso en el caso en que nunca lleguemos a pretender convertirnos en expertos luchadores de una u otra característica.

La evolución de la construcción de la postura humana puede servir como marco para tratar esta cuestión, desde el suelo hasta las distancias más largas. En este sentido, la pelea en el suelo representa el contacto más primario, ya que nos libera de la dependencia de la posición erguida sobre las dos piernas. Por otro lado, es donde el contacto es más íntimo implicándose la habilidad de todos los miembros en todas sus posibles funciones. Al margen de su operatividad en el combate, no hay duda de que esta modalidad de trabajo merece una consideración muy especial. Aparte de implicar un trabajo físico completísimo donde los ajustes y compensaciones a los que estamos habituados desde que comenzamos a caminar dejan de ser funcionales muy pronto, permiten una exploración de apoyos, palancas, tensiones necesarias e innecesarias, e intercambio reptiliano que no tiene par en otras circunstancias.

Lo mismo que comenzamos la vida echados en el suelo, considero que, a partir de cierta edad, y en la medida en que nos acercamos a la vejez, el suelo debiera primar en cualquier enfoque realista de trabajo corporal. Llega un momento en la vida en que la estabilidad sobre las piernas es tan precaria que el gasto de energía que implica -un gasto donde están estructuradas infinidad de tensiones tanto físicas como emocionales-, hace desaconsejable cualquier práctica corporal enfocada a la relajación y la recuperación de cierto tono ajustado (tanto postural como respiratorio, por mencionar dos aspectos fundamentales) que se soporte en la posición erguida como posición fundamental. Sé que la resistencia a echarse al suelo crece en proporción directa al miedo a la caída, a no poder levantarse, a la incapacitación... a la cercanía de la muerte. Los espacios habitables de nuestras casas y ciudades se han construido en buena medida huyendo de tal contacto. Buenas y suficientes razones para reivindicarlo, trabajarlo y explorar en él en condiciones y de maneras ajustadas a cada circunstancia.

Incorporándonos (en medio quedan los trabajos posibles en posturas intermedias, sentados o arrodillados), la distancia del cuerpo a cuerpo, o el contacto de los brazos sobre el torso es uno de nuestros referentes ineludibles. En primer lugar por la consideración de la cantidad de información que recibimos de un compañero en el abrazo más o menos estrecho. Cuando se produce una presa sobre el torso, las posibilidades de exploración de destreza, flexibilidad, equilibrio y sensibilidad son casi parejas a las del trabajo en el suelo, aunque esta vez en relación a nuestro soporte bípedo. Bastaría considerar la cantidad de formas de lucha que se han mantenido en todas las latitudes descartando los golpes para centrarse en la destreza del agarre y el cuerpo a cuerpo (desde la lucha grecorromana a las formas autóctonas gitana, canaria, turca o japonesa). Pero, sin entrar en este mundo tan rico e interesante, si pensamos en la incorporación del contacto marcial al entrenamiento de personas no habituadas a él (esto es, la inmensa mayoría de los habitantes de las ciudades contemporáneas y, por supuesto, los que acceden a nuestra práctica), comenzar tocándose, empujándose, absorbiendo, esquivando, neutralizando o acompañando una presión sobre el torso es la forma más adecuada a incorporar el conjunto del cuerpo a un trabajo de contacto marcial.

 


NOTAS

(465) Ver IX. Qué es una sesión de Tai Chi Chuan(pág. 175 ss.).

(466) Ambas situaciones expresan con claridad imposibilidades que se traducen en límites para la progresión en la práctica. En el caso de la práctica siempre con otro, la dependencia del efecto exterior de nuestro trabajo y una dificultad de dirigir la atención al interior. Esta dificultad se suele expresar muy frecuentemente en la imposibilidad de salir de los modelos rítmicos habituales hacia otros más pausados o lentos que implican mayor contacto interno. En el caso de quienes no pueden aplicar su atención al contacto físico, hablamos de graves dificultades, incluso patologías, donde se recurre a la práctica como espacio libre de la conflictividad que emana de la presencia del otro, un espacio regresivo, anterior a los conflictos de la socialización.

(467) Estas transformaciones pueden explicarse después como «el poder transformador de la práctica» que «los salvó», etc.

(468) Por mencionar dos casos conocidos, está el de Iñigo de Loyola (1491-1556), el soldado de la casa de Oñaz que cae herido en Pamplona en la guerra de los reyes de Castilla por la anexión del reino de Navarra y abandona las guerras mundanas para fundar la «Compañía de Jesús» y encabezar la Contrarreforma católica ante la degradación de la Iglesia romana y el empuje de la Reforma luterana. Entre los últimos samuráis conversos que crearon sistemas de entrenamiento marcial con pretensiones de vía (do) de gran difusión en el Occidente contemporáneo, está el caso de Ueshiba Morihei (1883-1969) creador del Aikido, después de una vida atravesada por las experiencias de las guerras expansionistas de Japón.

(469) Ésta es una razón suficiente para considerar que las «artes marciales» que dedican todo su entrenamiento a perfeccionar su destreza para la lucha -he ahí la paradoja-, incluso el trabajo sutil con posiciones estáticas, técnicas de visualización y concentración de poder interno, y no están dispuestos a centrar su trabajo en aspectos desligados de la necesidad de acrecentar el poder, quedarán atrapados por ese nivel (el poder es vivido como excelencia pues lo experimentarán siempre como principal recurso escaso. Recordemos que es la situación de los individuos y sociedades dominadas por los mundos mágicos que subyacen en las psiques humanas milenios después de que el conjunto de la humanidad haya superado esas fases. Sería el momento de considerar otra vez la relación de estos estadios interpretados esta vez como patologías que se expresan en la manera en que cada uno vive el miedo al daño corporal necesariamente asociado a la agresión y a su posible «proyecto de solución» que implica la entrega a un entrenamiento en el contacto marcial: el «miedo a ser devorado» de la psicosis/oralidad, «ser desposeído del contenido del cuerpo» de las patologías fronterizas/analidad o «ser castrado» en las neurosis/fálicas (ver capítulos 18-20 del área 1, pág. 99 ss.).

(470) Creo que muchos maestros orientales que sí han tenido un entrenamiento en buena medida centrado en aspectos marciales, eluden una adaptación del mismo a las sociedades occidentales por comodidad o por creerlo impracticable. En estos casos tan frecuentes, ellos mismos son los primeros en fomentar la disuasión del contacto marcial, aunque no descartan exhibiciones que puedan garantizarles su misterioso poder (tan misterioso como intratable por quienes no están en contacto con esos niveles de práctica).

(471) Resulta curioso que esta amplitud de marco haya sido interpretada en unos términos en los que «todo vale», incluso lo que casi nada tiene que ver con el núcleo de cualquier sistema marcial. Que el taichi se haya divulgado en las últimas décadas «gracias» a esta ambigüedad implica un lastre del que difícilmente se podrá salvar como fenómeno «popular».

 

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