IX. Qué es una sesión de tai chi chuan
35. Polaridad y ritmo corporal
36. Carga y explosión, la fase yang
37. Expansión y quietud, la fase yin
Lo planteado hasta aquí debería ser suficiente como para demarcar el terreno en el que la práctica del tai chi chuan debería hoy establecerse. Dicho de otra manera, a la pregunta de si es posible una buena práctica sin tomar tales cuestiones en consideración, mi respuesta es que no (165). No, porque estas cuestiones se encuentran inexorablemente implícitas en cualquier práctica corporal contemporánea, y aunque el que la dirija o la haya diseñado no las haya pensado nunca, participa implícitamente de uno u otro criterio de los esbozados hasta aquí.
No existe nada que pueda llamarse «trabajo corporal espontáneo». La propia palabra trabajo contradice tal espontaneidad. No hay nada «natural» en ponerse a correr sin el objeto de «llegar antes», en hacer una serie de ejercicios físicos, respiratorios, etc. (otra cosa es que haya algunos de estos ejercicios que sean muy simples, cercanos a la actividad natural o perfectamente incorporables a la rutina de una persona o grupo). Aunque nuestra manera no sea pensada, obedece a una intención que hace inevitable su artificiosidad. Un movimiento, una danza, una explosión o una inmovilidad de la que el cuerpo participa de forma espontánea no puede ser calificada de «trabajo», no puede ser diseñada o entrenada.
Si esto es así -y lo es de forma radical-, sería deseable que quienes nos dedicamos a diseñar y enseñar un sistema de entrenamiento sepamos dónde y cómo, en qué territorio nos movemos, qué mapa utilizamos, en qué recorrido y adónde nos dirigimos.
Puede que esto no se lleve bien con la manera en que hemos recibido la transmisión de dichas técnicas o formas de entrenamiento. En este punto suele ser habitual apelar a la «tradición»: «así es como yo he aprendido, así es como lo transmito», suele decirse. Pero aceptar este criterio como justificación presupone que nadie se ha planteado el diseño, la oportunidad y la adecuación de esas formas. «Tradición» parece significar aquí una especie de origen inmutable, único y dispensador de legitimidad. Basta indagar en cualquiera de ellas para conocer que todas tuvieron un origen, indisoluble a unas circunstancias históricas y sociales; que ese origen con frecuencia estuvo marcado por una ruptura tanto externa -relativa a esas circunstancias-, como interna -en la sensibilidad de los que la crearon-; que sin actitudes indagadoras e innovadoras no se hubieran planteado nuevas preguntas ni respuestas consecuentes... (166).
Si hablamos de tiempos de cambio vertiginoso, tal cambio hace obligatorio el replanteamiento de cualquier tradición, a no ser que reconozcamos con ese nombre al conjunto de elementos destinados a ocupar un lugar en los museos o las colecciones folclóricas. Entre los temas planteados hasta ahora, podemos considerar que el siglo XX propició algunos cambios que desplazaron radicalmente el eje de nuestras prácticas: la liberación de las servidumbres del ejercicio físico, el reconocimiento de la autonomía del aparato psíquico o el nacimiento y función del deporte en las sociedades contemporáneas son algunos que ya hemos comentado.
La manera en que la pregunta que plantea este tema («qué es una sesión de tai chi chuan») ha sido respondida hasta ahora suele eludir estos cuestionamientos. «Si el tai chi es, podemos otorgarnos una tregua en las consecuencias vertiginosas de los mismos, incluso cancelarlos», sería la respuesta implícita a las decenas de manuales o a las propuestas prácticas de tantos maestros: «el taichi se remonta cientos de años atrás a estas cuestiones; obedece a un sustrato inmanente a nuestra naturaleza, a nuestra presencia en el mundo». Se diría que puede plantearse -de hecho, es así como trata de plantearse- como recurso salvador porque existe con anterioridad a estas preguntas... Mi opinión es que el alcance de lo que viene a continuación será comprendido en la medida en que no las ignoremos.
35. Polaridad y ritmo corporal
Ya hemos formulado los primeros criterios a la hora de encarar una sesión de taichi (167), pero ahora no se trata de proponer criterios, sino de considerar la naturaleza de la práctica, responder al qué es. Y, para comenzar, nos referiremos a esta práctica en la más amplia de sus acepciones posibles, aquella que convertiría en taichi cualquier práctica corporal (ya llegará el momento de ceñirnos a una definición más estricta que permite identificar al taichi como tai chi chuan, como sistema de lucha, etc.). Y podemos hacer este recorrido de lo más genérico a lo más específico precisamente porque está construida por soportes analógicos.
Al contrario de si se tratara de un sistema construido con criterios analíticos. En ese caso, bastaría hacer la lista de técnicas para acertar en la respuesta; el tai chi chuan será la aplicación de una serie de conceptos extraídos y aplicables a la lucha o el contacto marcial, una serie de formas, de sistemas de entrenamiento en empuje de manos, una serie de fórmulas de qi gong, etc. Y eso, o parte de eso, es lo que el taichi es para una mayoría. La discusión se desplaza entonces a aspectos cuantitativos: ¿es más antigua, más tradicional mi forma que la tuya; incluye o no a las armas blancas, antes de la degradación que introdujeron las otras, cuántas, cuáles; qué hay de las aplicaciones marciales, etc.? Pero como ya hemos apuntado, no es posible responder con estos criterios a un sistema creado y desarrollado analógicamente en el que lo fundamental -lo que define y da contenido- se ha creado a través de una atmósfera, de la capacidad de combinación rítmica de determinados constituyentes en continua evolución, de conceptos aplicados, más que de técnicas que puedan ser inventariadas.
Por el contrario, una sesión de taichi será un éxito o un fracaso en función de la actualización de determinados criterios que permiten una experiencia. Y es la experiencia actualizada la que legitimará la práctica cada vez que nos ponemos a ella. Como en la interpretación de una música, como en la preparación de una comida, hay unos elementos técnicos definitorios (los instrumentos musicales, los ingredientes culinarios...), pero ellos no son jamás los que garantizan que la interpretación o la comida hayan sido aceptables (168).
Dejando pues a un lado los baremos cuantitativos que ya hemos mencionado, el criterio que define desde su propio nombre a nuestra práctica no es otro que el de la polaridad en el trabajo corporal. Nos basta la enumeración de las manifestaciones de lo polar en cualquier actividad corporal para entender de qué estamos hablando: comenzando por lo activo y móvil, unidos a la vigilia y el día, frente a lo pasivo y quieto, más cerca del sueño y la noche. Entrando propiamente en la actividad, nos encontramos la rapidez frente a la lentitud, los movimientos rectilíneos frente a los circulares, lo centrífugo frente a lo centrípeto, así como la dureza frente a la suavidad.
Si nos colocamos en la propia percepción de lo corporal están, ante todo, dentro y fuera, la introspección frente a la expresión, la inspiración y la espiración respiratorias... y, por último, los planos y dimensiones que vivimos por el hecho de ocupar el espacio: la tensión vertical frente a la gravidez, lo anterior y el avance frente a lo posterior y el retroceso, la izquierda y la derecha...
En cualquier dirección en que situemos nuestra percepción, se manifiesta la vigencia del principio polar, un principio que puede ir de la distinción más genérica a la más sutil, llegando a sutilezas muy difícilmente describibles por la palabra, pero claramente vividas en la sensación. Este camino de lo genérico a lo sutil se realiza partiendo del hecho de que toda realidad se manifiesta siempre como dos y, por lo tanto, también cada polo de dicha realidad: el día y la noche son dos polos, pero ambos existen en el día y en la noche, y así sucesivamente y sin fin.
Este recorrido de lo genérico a lo sutil sirve a su vez de guía en el proceso de refinamiento de cualquier vivencia, por lo que permite guiar también la evolución de una práctica (169). Se trata de una concepción de lo espacio-temporal que evoca el ritmo y, usando la música como metáfora, podemos decir que el ritmo sostiene la melodía, lo que comunica la emoción, el armazón objetivo de la vivencia subjetiva.
Toda función corporal no controlada conscientemente, cualquiera de las funciones vitales reguladas por el sistema nervioso autónomo, que a su vez se configura por el equilibrio polar expresado en el simpático y el parasimpático, como la respiración, el pulso, la digestión o la cópula, se atiene a un ritmo más o menos rápido en el que permanece una pauta: la sístole y diástole cardíacas, la inspiración y espiración respiratorias, etc. Este ritmo polar podría ampliarse a cuatro tiempos en su descripción: un tiempo de carga, seguido del momento de máxima contracción, para pasar a su expansión y quietud final, que remite de nuevo a la carga. De lo macro a lo micro, desde los ciclos cósmicos hasta los moleculares, pasando por cualquier función orgánica, todo proceso vital cumple esta pauta. Una pauta que la cosmogonía china ha definido como tai chi.
¿Qué implicaciones conlleva esta constatación a la hora de afrontar una sesión de trabajo corporal? ¿Es posible aplicarla igualmente a talleres con una función artística, lúdica o terapéutica; a un grupo de niños que de ancianos y a un proceso que requiera un aprendizaje técnico especializado como ocurre en cualquier disciplina corporal? Una sesión de trabajo corporal no debe comenzar, desarrollarse y concluir de cualquier manera, como cualquier instructor o practicante sensible conocen. Todos admitimos, por ejemplo, la necesidad de calentar la musculatura antes de exigirle un máximo rendimiento, pero no todos han explorado en el ritmo de una sesión corporal sin estar condicionados por el objeto previsto en la misma o por una planificación de objetivos en un sentido estricto y excluyente. Y con ello se pierde la riqueza de posibilidades que la movilización de energía que hemos provocado nos abre. Tampoco es extraño el hecho de que en culturas más sensibilizadas que la nuestra con los principios rítmicos se hayan desarrollado una gama más amplia de disciplinas y exploraciones que implican el manejo de tal sensibilidad.
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36. Carga y explosión, la fase yang
Una de nuestras sesiones de trabajo corporal comienza soltando las articulaciones desde la cabeza a los pies y tomando contacto con lo que eso va afectando a la postura y la respiración. Es una manera de comenzar imprescindible, sobre todo en las primeras fases del entrenamiento, ya que es a través del contacto con el propio cuerpo como tratamos de poner coto al ruido interior fomentado a su vez por el ruido exterior que caracteriza nuestra vida cotidiana (170). Hemos dejado de lado las ropas que nos aprietan o aquellas que alteran excesivamente nuestra forma física, los zapatos y, a ser posible, el bullir autómata inconsciente de nuestros pensamientos, para fijarnos en la sensación de este instante. Si hay música, ésta debe ser suavemente estimulante, con una pauta rítmica clara y simple, cercana a los pulsos orgánicos. Según nos vamos desnudando, desautomatizando y tomando contacto con las sensaciones asociadas a este proceso, se va produciendo el proceso de carga de todo ciclo natural.
No hay duda de que desnudarse no siempre resulta cómodo: dejar a un lado los roles habituales, incluso los aspectos más superficiales de la imagen corporal que tanto trabajo ha costado construir, aunque esté sostenida con corsés dolorosos -sin ellos probablemente y de primeras, el cuerpo nos duele más-; permitir que la errática e incontrolable verborrea mental quede al descubierto y pueda sosegarse un tanto por la focalización de nuestra atención... Por eso en los gimnasios -locales cerrados que hacen aún más problemática la cercanía de los otros que si se tratase de un espacio abierto-, suele sonar fuerte la música, y las clases de gimnasia se realizan a ritmo frenético. He asistido a sesiones de «artes marciales » donde la radio con los 40 principales está conectada a la megafonía y no se interrumpe ni en los segundos dedicados a la postura de meditación formal. Pero, paradójicamente, en tales condiciones uno está abocado a mantener intacto su lastre, aquello que, por otro lado, le ha empujado a moverse y entrar en la sala de trabajo. Todo se reducirá, en el mejor de los casos, a un desfogue físico con un esfuerzo añadido para que la movilización energética que el trabajo provoca quede sin alterar nuestra conciencia.
Esto es especialmente relevante en los deportes marciales que trabajan sobre técnicas energéticamente muy poderosas con la carga añadida del contacto corporal que se produce en la lucha, aún cuando ésta se encuentre formalmente pautada como competición deportiva. Curiosamente, la función más específica del profesor en estos casos es la de apagar un fuego que él mismo ha atizado, una función que probablemente resulta inconsciente para él mismo. Lo que ocurre en las disciplinas marciales vale igualmente para toda disciplina diseñada desde un modelo energético, como suele ocurrir con las de origen oriental. Y, como ya hemos apuntado, la disolución de la carga estimulada por el trabajo puede realizarse igualmente desde el otro extremo: salas en penumbra donde el silencio se impone ante todo como defensa al contacto, la luz o cualquier ruido angustioso.
La fase de carga debe incluir ejercicios aeróbicos progresivos -el trote y la carrera son los más simplemente accesibles-, que adecuen los ritmos cardio-respiratorios antes de la demanda de explosión. Pero, ¿por qué resulta tan penoso para muchos echarse a correr? Ante todo porque las articulaciones llevan demasiado tiempo anquilosadas por la sedentariedad, a veces sobran kilos que hacen más pesado e incómodo el balanceo y la vibración de los órganos e inmediatamente surge el ahogo. Con todo, correr es algo para lo que nuestro organismo está diseñado y adaptado filogenéticamente... sin que deje de resultar penosa la estampa de muchos que se enfundan su ropa deportiva y se echan a correr sus kilómetros planificados de antemano de cara a la siguiente carrera o maratón popular. ¿Dónde está entonces la clave? En el ritmo que emana de la deliberada autoescucha (171).
Planificar o llevar a cabo un entrenamiento evitando el contacto con la desnudez que comentaba, o ser incapaz de mantener una carrera son cosas significativas, pero hacerlo compulsivamente no reduce el problema, más bien lo acrecienta (172). Un ritmo puede ser mantenido por una máquina, pero ningún intérprete admitirá el metrónomo en el momento del concierto. La vida expresa y reclama un ritmo que jamás podrá ser reducido a lo mecánico, y que exige y otorga a la vez un nivel superior de presencia en el mismo instante en que se activa, se percibe y se transmite.
Como nuestra vivencia cotidiana consciente tiende a alejarse de tal ritmo vivo, una sesión de trabajo corporal ha de ser en primer lugar -y ahí reside su primera función terapéutica-, una toma de contacto con nuestras concretas posibilidades de conexión con él, dentro de una onda global dirigida por alguien sensible a su evolución. Por eso mismo, cada fase del entrenamiento -sobre todo en un principio-, es en sí mismo fuente de aprendizaje, más allá de las técnicas con las que estemos familiarizándonos.
La cantidad de señales e información que nuestro organismo emite pasa desapercibida a nuestra conciencia porque ésta o aquélla parte del mismo ha sido negada o insensibilizada desde antaño, y porque la incomodidad o la confusión emocional y mental distorsionan constantemente nuestra percepción. (Es fácil reconocer que las experiencias más satisfactorias no se relacionan necesariamente a grandes esfuerzos ni a gestos heroicos, sino a cierta sintonía que tiende a producirse más o menos casualmente en nuestras vidas.)
En una sesión de tai chi chuan, la fase explosiva corresponde a la práctica de las técnicas más agresivas de ataque que a veces incluyen saltos, giros y el ensayo del grito visceral. Esta fase ha de ser necesariamente breve pero de una intensidad máxima adecuada a las condiciones particulares del colectivo de practicantes, para que la curva descendente-expansiva se inicie de forma natural.
Si correr resulta complicado para muchos, ¿qué no será pasar de un estado de relajación atenta, a la explosión de fuerza puntual acompañada del grito? Sin embargo, tengo experiencia de tímidos intentos llevados a cabo por adultos «no preparados» para ello, que causaban verdadera fascinación. El grito, como la expresión de la fuerza explosiva, provoca la fascinación de lo casi imposible o insoportable en la vida social -desde el mismo llanto de los bebés-, y exige cierto descontrol. El grito denota fuerza expresiva y exige -como el ataque centrado-, la intervención unificada y fluida de todo el cuerpo: interconectar las piernas, la pelvis y el abdomen con la garganta y la boca.
Pero no nos equivoquemos considerando el ataque fulminante o la explosión del grito como unos objetivos en sí -mejores por lo tanto cuanto más poderosos-. Ellos representan el momento de la ruptura que a su vez ha requerido un relativamente alto nivel de carga. Si el entrenamiento ha sido diseñado con el objeto principal de hacernos más sensibles a la manifestación de los ritmos internos, los años de trabajo nos irán haciendo conscientes de las limitaciones que hacen difícil tal o cual gesto, la concentración o la expresión de la fuerza de que disponemos, los lugares en que ésta se acumula sin poder circular, etc. Cuando, por el contrario, se trata de adquirir un estándar, de competir con uno mismo o con otros, inevitablemente tenderemos a reducir las variables de la situación. La eficacia instrumental, externamente cuantificable, nos dispone a la simplificación, la especialización, la ocultación de los puntos débiles. Y éste es el inevitable camino que llevó a las llamadas «artes marciales » a convertirse en deportes de competición o en «eficaces» sistemas de lucha. Inmediatamente las técnicas se fueron reduciendo a tal o cual estilo según las preferencias del instructor, y los ritmos y aspectos del trabajo que resultaban molestos -en unos lo explosivo, en otros lo lento y expansivo-, fueron descartándose (173).
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37. Expansión y quietud, la fase yin
Lo que sigue a la carga atmosférica que desencadena la tormenta con su aparato de rayos y truenos es, normalmente, la lluvia. Una lluvia que se recibe como descarga de tensión y que, al acabar, deja la atmósfera limpia y renovada (174).
Un entrenamiento corporal que termina con el máximo de concentración de fuerza explosiva es como una tormenta seca que nos deja aún más irritados. Sus practicantes buscan instintivamente completar el ciclo -a veces recurriendo al alcohol o a la distensión provocada por cualquier otro medio-, perdiendo así la oportunidad de exploración a la que nos abre el trabajo de carga y explosión, eludiendo «la lluvia y la calma tras la tormenta».
Esta exploración es la que se produce en la fase expansiva o yin que, manteniendo las exigencias del movimiento centrado, permite explorar y modelar la energía que hemos movilizado hasta ese momento. Es entonces cuando la sensación de campo energético relaciona el cuerpo físico -lo sensitivo- con los niveles psíquicos -emocionales y mentales-, acrecentando nuestra conciencia ordinaria que, sin nuestra intervención activa, permite poner orden en las prioridades de ambos niveles. Puede que se trate de la cruda percepción de bloqueos energéticos percibidos como emociones contenidas que pugnan por liberarse, de dolores físicos o de una profunda sensación de calma despierta a sutiles matices, donde los límites entre nuestro interior y el exterior se difuminan no con el resultado de confusión y alarma que acompaña a la psicosis, sino como una vivencia nutriente y renovadora.
Lo mismo que la anterior fase del trabajo requiere técnicas específicas centrípetas, rápidas y lineales, la expansión requiere lentitud y redondez. Pero no debemos olvidar que la amplia gama de técnicas desarrolladas en este nivel -por las que el taichi es especialmente conocido-, son muy difícilmente abordables en sí mismas si no nos abrimos al nivel de percepción que permite el desarrollo de todo el ciclo.
Los pasos lentos de quien siente el apoyo de toda la superficie de sus pies enraizándose en el suelo, los sutiles cambios en la proyección de su peso sobre los mismos, la profundidad respiratoria acompasada con la amplitud y el cierre de los brazos (se habla de respirar por las plantas de los pies y por las palmas de las manos), y el estado global que hace posible una vivencia espacio/temporal más profunda, nos permiten entender el sentido de todo el ciclo que se cierra en la quietud. Parados de pie, sentados o echados permitiendo que el silencio haga resaltar los sutiles movimientos internos que aúnan y entrelazan cuerpo y mente, interioridad y exterioridad, pensamiento y sensación humanizadas por corrientes energéticas que se traducen en sutiles o rotundas emociones que podemos observar sin dejar de vivenciar, y sin ser sus meras víctimas.
En sentido amplio, pues, cualquier actividad corporal que respete el ciclo natural de la polaridad expresada en los ritmos del movimiento y la quietud, desde las formas más explícitas a las expresiones más sutiles sería taichi. Hablamos de tai chi chuan cuando el lenguaje corporal que utilizamos en ese proceso es un lenguaje marcial desarrollado en acuerdo a tal sensibilidad y aplicado a las necesidades y posibilidades del colectivo de practicantes.
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NOTAS
(165) Otra cuestión es que esta consideración sea explícita. En cuanto que testimonial, mi reflexión es la expresión de esta constatación: las cuestiones planteadas en estas páginas emergen del hecho de haber introducido la interrogación en el centro de la práctica. Cosa imposible (lo trataremos con detalle en el área dedicada a la transmisión y el aprendizaje del segundo volumen) cuando uno accede -se entrega- a la práctica para evitar el cuestionamiento, para alimentar la fantasía de un territorio a salvo de los conflictos que le acosan en otros terrenos.
(166) Volvemos aquí a lo que en la introducción he calificado de «esencialismo».
(167) Vaciar, centrar, relacionar (capítulo 27, pág. 129 ss.).
(168) Hay quien no puede aceptar un planteamiento semejante porque le resulta imposible de percibir o de apreciar, pero ¿se atrevería un duro de oído a desacreditar la música, o un inapetente la función de una buena comida? No hagamos lo mismo con algo que no dudamos en calificar como «arte» sólo porque hemos decidido que nos pertenece.
(169) Lógicamente, un proceso que puede llevar al absurdo como ocurre tantas veces en las disciplinas orientales: la sofisticación en el desarrollo de un detalle como muestra de la locura humana. Por eso, nunca debemos dejar de lado el análisis (el otro polo de la analogía), ya que las funciones cerebrales intuitivas y sintéticas se complementan con las discursivas y analíticas. Es decir, representan los dos polos indisolubles de nuestra percepción de cualquier fenómeno.
(170) Esta fase introductoria es la que se desarrolla técnicamente en el siguiente apartado dedicado a la Entrada al entrenamiento (tema X, pág. 187 ss.).
(171) ¿Debemos volver a recordar el 95/98% del tiempo aproximado de evolución donde nuestros antepasados humanos eran recolectores, cazadores y nómadas? No cabe ninguna duda de que nuestra estructura corporal está diseñada para el ejercicio aeróbico y, lo que es más importante, que nos perdemos una variante importante de la percepción corporal y sus sensaciones asociadas -físicas, mentales y emocionales-, cuando no lo experimentamos.
(172) Es así como entiendo la cita de Castro Rey que encabezaba nuestras reflexiones sobre el deporte: «Nuestra frenética actividad física tiene el fin espiritual de blindar el cuerpo, hacerlo impermeable a cualquier contaminación anímica, asegurando que a través de la sensibilidad no entre un desconocido exterior. Igual que en otros campos, lo que se busca en esta modernidad tardía es, no reprimir, sino controlar los sentidos en su misma fuente».
(173) Esto no significa, como ya hemos apuntado y habrá tiempo de abundar, que a mayor sofisticación, mayor profundidad. Lo contrario está mucho más cerca de la realidad: a mayor profundidad, mayor reducción de variables superfluas, pero más riqueza de matices en el más mínimo gesto. Aquí hablamos de otra cuestión.
(174) El cambio en la polaridad iónica -de positiva a negativa- es, al parecer, el elemento más influyente del cambio relajante que percibimos tras esta descarga.