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XVIII. Algunos elementos internos de la práctica del tai chi chuan
como "trabajo con la energía" (qi gong)

 

80. Los «sistemas energéticos» no garantizan un «enfoque energético»
81. Cuerpo entrenado frente a cuerpo negado
82. Aceleración, lentitud, tiempo
83. Arte y forma
84. Las formas de tai chi chuan
85. Disciplina y creatividad

 

He introducido esta cuestión en capítulos anteriores (el 27, interludio: calidad frente a calidad), y los cuatro capítulos desde el interior del área 1 responden a la misma. Y así seguirá siendo, mostrándose como la pregunta constantemente formulada hasta el final del libro: ¿cómo es posible referirnos a un nivel tan contingente como el cuerpo y pretender algo distinto a un acercamiento mecánico o utilitario, perfectamente reducible a fuerzas motrices y efectos cuantificables?, ¿por qué no aceptar la habitual delimitación de campos y hablar de la psique en términos psicológicos, lo mismo que del cuerpo en términos físicos, o de la mente en términos mentales? ¿Por qué no olvidar de una vez por todas calificativos tan ambiguos y propensos a la confusión como energía o energético? Simplemente porque nuestro ejercicio consiste precisamente en situarnos en territorios de frontera y solapamiento, de deslizamientos e intercambio, ya que es ahí donde se puede encontrar el efecto iluminador de los fenómenos que pueden ser comprendidos desde más de una perspectiva.

Así que volvemos a situarnos desde el interior, tras pensar en “salud y enfermedad”, “terapia y energía” y, en lugar de ir directamente a lo que en nuestra práctica se propone como qi gong/chi kung, volvemos a encarar la práctica del tai chi chuan como nuestra principal y particular forma de entender y explorar el qi gong. No porque ahí hemos descubierto “mejores resultados” a éste o aquél trastorno, no porque nos dispongamos a anunciar alguna “nueva síntesis”, alguna nueva “patente” que queremos publicitar. A estas alturas ya podemos comenzar a decir que no es por eso, sino por todo lo contrario (si esto sirviera para provocar el interés por mantenernos en la paradoja que anunciábamos desde las primeras páginas).

Después de haber explicado el primer marco fundamental de la práctica del taichi chuan –las cuatro fases del “ciclo taichi”–, vamos a continuar con nuestros rodeos antes de poder comprender los criterios que utilizamos, tanto si se trata de toda una sesión como de un simple ejercicio.

 

80. Los “sistemas energéticos” no garantizan un “enfoque energético”

Lo mismo que se da la imposibilidad de definir –en un sentido de abarcar y aislar– el concepto de energía vital o de qi, y que estas palabras y sus sinónimos han de ser entendidas en un proceso de adecuación a la realidad y al modelo que utilizamos para describirla, una perspectiva “energética” tiene por eso la posibilidad de ser concebida tanto desde un modelo mecánico-reductor como desde otro que establezca relaciones, puentes de contacto entre distintos niveles. Y hoy por hoy, hay mucho más reduccionismo y mecanicismo en el uso común de la palabra “energía”o “energético” que cualquier otra cosa (eso sí, a veces tal mecanicismo es sofisticado, entendido como red de interacciones, pero siempre reducidas a un mismo plano –la fisiología–, aunque a continuación se dé un salto en el vacío para hablar píamente del “Espíritu” o la “Energía Cósmica”).

El hecho de que una civilización como la china haya diseñado sistemas de trabajo corporal como las llamadas “artes marciales internas”, o muchas técnicas eficaces de tratamiento médico frente a enfermedades y síntomas específicos como la acupuntura, la moxibustión o el masaje en base a un complejo conocimiento de redes energéticas y de llaves de acceso al “flujo del qi” en sus diferentes cualidades muestra, entre otras cosas, que el modelo sobre el que se han diseñado tales sistemas ha sido ampliamente experimentado y confirmado en sus resultados, y que responde a una traducción válida en cuanto operativa para relacionarse con un determinado nivel de realidad.

Pero si aprendemos las técnicas de tales sistemas y los aplicamos como un formulario, como si aplicáramos el libro de instrucciones de tantos aparatos made in China, como de hecho tiende a ocurrir siempre que no nos preguntemos por el modelo global o no estemos en la situación vital de aprehenderlo, no habremos avanzado nada en la superación de una visión reductora. Creo aún más, que estaremos retrocediendo, ya que otorgamos un carácter mágico y regresivo a unas aplicaciones que no se soportan precisamente en concepciones mágicas (lo mismo que uno puede convertir en mágica una intervención quirúrgica o una reparación mecánica si, en lugar de preguntarse por las fibras o piezas que se reparan se traslada –regresa– a una narración milagrosa, e interpreta lo que vive desde esa concepción). De hecho, cada vez que decimos “no lo comprendo, pero funciona”, tenemos el peligro de hacer una concesión a estas tendencias regresivas (329).

¿Qué significa entonces una visión o un enfoque “energético”? Nadie tiene conciencia de sí mismo, ni de su propio cuerpo como una suma de partes. Ni siquiera el que se afana en una máquina de musculación se siente como "cuádriceps", "trapecio" o "deltoides". Nadie al comer siente ningún proceso bioquímico que participa en la ingesta y digestión de los alimentos. Por eso, diseñar un programa de entrenamiento físico desde el mero análisis y la posterior suma de músculos, huesos, articulaciones y funciones cardio-respiratorias; o bien desde complejas cadenas musculares en permanente ajuste y compensación, significa estar bajo el hechizo de un modelo descriptivo reductor/mecanicista.

Aunque sea fácil ser seducido por descripciones biomecánicas o fisiológicas, podríamos afirmar que, incluso en los casos de más estricta actividad corporal, reducir su explicación a las mismas no es lo más adecuado para explicarlas. Lo sensitivo –una comida, un entrenamiento físico…–, queda lejos de ser explicado en términos de “funcionamiento”. Cuando uno corre o baila, su percepción incluye infinidad de variables que en parte se integran en el concepto propiocepción (330). Pero es que, además, uno acaba de dejar a alguien significativo en su vida –quizá su madre o su hijo o un amigo entrañable–, o lleva todo el día sin haber cruzado mirada o palabra con nadie. Quizá esté cansado, deprimido, eufórico o envuelto en la melancolía... Su cuerpo suda, siente el contacto con la ropa, el aire que entra y sale de sus pulmones, sus pensamientos, el ambiente que le rodea. Está solo o rodeado de compañeros a los que sin aparente motivo odia o ama efusivamente… Todo esto será diferente si se trata de un hombre o una mujer, si niño o adulto, si es invierno o verano –la temperatura, la humedad y cada una de las incontables variables que le aporta cada uno de los cinco sentidos–. Puede que la música que suene en ese momento le traslade a una determinada atmósfera o que escuche el romper de las olas o el ruido de los automóviles... ¿Qué tienen que ver con todo esto los tratados de anatomía y fisiología? ¿Quiero decir con ello que tales tratados sean falsos? No, evidentemente. Son tan inadecuados a la hora de diseñar o describir una actividad “corporal” como adecuados para reparar una fractura, aplicar una fisioterapia o analizar un aspecto mecánico o funcional de tal actividad –por cierto, un pequeño fragmento que, aunque habrá de resultar definitivo en algunas ocasiones, nunca podrá dar cuenta de la globalidad sensorial y menos aún “humana” de una vivencia, nunca servirá para reducirla–.

En un sentido estricto, el enfoque energético en un entrenamiento corporal es aquél que considera una percepción global más allá de las partes que un análisis puede establecer. Tal enfoque concibe una sesión de trabajo en función de las variables integradoras o de relación, de las que ya hemos hablado como ritmo y polaridad. La atención se apoya en los contrastes (pesado/ligero, arriba/abajo, conciencia/inconsciente, subjetividad/objetividad, interioridad/expresión, etc.). Aunque se valga de unas herramientas, de unas técnicas lo más depuradas y ajustadas posible –como el habla o la escritura se soportan en las palabras pero las olvidan en pos del mensaje que quieren comunicar–, nuestro enfoque descarta lo cuantitativo como valor en sí mismo. Más fuerte, más rápido, más suave, más lento, más interiorizado o más eficaz, no significan mejor desde esta perspectiva, sino en relación a sus opuestos complementarios, y a su integración en una cadencia rítmica y global vivida por un ser humano particular que las intenta o experimenta en su actual circunstancia.

Pensemos por un momento en muchas clases de deportes o “artes marciales”, yoga, taichi o qi gong. No nos equivocaríamos al afirmar que, aun siendo disciplinas que hubieran surgido en tal sensibilidad o visión “energética”, se transmiten y practican en función de criterios cuantitativos y reductores. "Golpear con más fuerza", "esquivar en menos tiempo", "moverse más lentamente" o "respirar más pausadamente" son considerados muy frecuentemente como valores en sí mismos cuando sólo deben ser apreciados en un contexto que implica cuanto menos a su opuesto polar (rápido-lento, explosivo-expansivo, interiorizado-expresivo, etc.), y todo ello en una consideración de otras variables elementales como son la relación de las sensaciones con los sentimientos y la actividad mental. (No estoy cuestionando aquí la pertinencia de tales indicaciones como instrucciones. Me refiero al paso que damos cuando confundimos lo que debe ser mera instrucción por el valor en sí).

Es esta perspectiva desde donde lo energético resulta operativo y funcional en la medida en que no nos constriñe en una sola dimensión, no alimenta la huída de nosotros mismos, sino que nos conecta con una presencia interna que reconocemos como verdadera, sea dolorosa o placentera. Un enfoque energético nos pone en situación de conectar con esta cualidad de relación, una cualidad que percibimos entonces –sin necesidad de más demostraciones– como ajustada a nuestra naturaleza.

En este sentido, lo energético, además de ser ese nivel intermedio equiparable a lo emocional del que hemos hablado, es la capacidad de conectar y relacionar distintos niveles, distintas dimensiones de nosotros mismos a las que en un momento de atención tenemos acceso. El recurso básico de tal enfoque es, como he señalado, la conciencia de la polaridad por su capacidad de curar nuestras tendencias a la fragmentación. Cuando alguien muy acelerado se encuentra en un ritmo lento de movimiento –tan natural como el rápido, ni mejor ni peor–, tendrá más posibilidades de realizar esta conexión; cuando alguien busca relajarse, lo conseguirá con mayor profundidad si antes ha dado vía a la expresión de su tensión; cuando alguien intenta aislarse, también está indicando quizá una dificultad de comunicación...

Sin duda, las disciplinas que han sido diseñadas desde una vivencia del ser humano como campo energético, con las cualidades que antes atribuíamos al qi, y no como mero mecanismo –tan simple como la mecánica de un automóvil o tan complejo como la computadora más sofisticada– son, en principio, más adecuadas que aquellas diseñadas desde un modelo fragmentario. Ésta es la aportación fundamental de las disciplinas que por su distancia quedaron a salvo de las guerras de sistemas que ocurrieron en Europa en los últimos siglos. Pero ese potencial se diluye o desaparece cuando se incorporan superficialmente a unos agentes que, incluso desde la negación, no dejan de estar impregnados por concepciones cimentadas en la fragmentación.

El grado de evolución de un practicante podrá ser valorado aquí en función de su nivel de fluidez relativa, de integración de lo psíquico con lo físico y de lo individual y lo colectivo, y no en base a parámetros cuantitativos, aunque estos parámetros se traduzcan en destrezas espectaculares. Aun tratándose de un sistema de origen no reduccionista o más adecuado a una concepción unitaria, para que resulte operativo necesita que estemos ubicados en él de forma natural, abiertos y no nos reduzcamos a aplicar sus técnicas.

Y caemos a menudo en la trampa cuando proponemos descripciones del “cuerpo energético” como algo distinto del cuerpo físico. Energético, desde nuestra visión significa ante todo abierto a la conexión de los diferentes niveles humanos, con la cualidad esencial de traducción de unos en otros y, en particular, de lo sensitivo a lo simbólico y viceversa, a través de su paso por los ámbitos emocionales (331).

No me refiero pues a los complejos sistemas cognitivos y técnicos para canalizar las fuentes de energía existentes en cada ser humano así como a los sistemas terapéuticos, de aplicaciones marciales o “alquímicas” producidos tanto en Oriente como en Occidente en los últimos siglos o milenios. Estos sistemas serán utilizados, en la medida de su accesibilidad y comprensión, desde distintos enfoques. Pero limitándonos a la situación de las sociedades occidentales contemporáneas, básicamente desde dos de ellos: uno mecánico-reduccionista que los invalida convirtiéndolos en reductos de una antigüedad incapaz de competir con la ciencia y la racionalidad imperantes (y llamados a llenar un espacio de regresión a lo mágico), y otro integrador por el que tratamos de abogar.

Deberíamos entender así la capacidad de la bioenergía de “transferir a la mente el impacto de la materia e imponer al mismo tiempo la intencionalidad de la mente sobre la materia”. Una intencionalidad que no proviene de la mente consciente sino que incluye el inconsciente en su sentido más abarcador. Sin reconocer este eslabón perdido, estamos abocados a vivir la emergencia de la racionalidad y el imperio de la mente como una suerte de condena de la que, o bien buscamos salidas regresivas sólo realmente “eficaces” desde la patología, o bien nos empujan al nihilismo desesperado de quien se reconoce como “simplemente humano”.

Lo que sigue es un intento de volver sobre algunos tópicos de la práctica del taichi para interpretarlos desde esta óptica.

 

81. Cuerpo entrenado frente a cuerpo negado

Y es que, en primer lugar, el tai chi chuan es un entrenamiento, una forma de trabajo corporal: “un cuerpo sin entrenar es como un instrumento musical desafinado, donde la caja de resonancia está llena de una algarabía confusa y desagradable de sonidos inútiles que impiden escuchar la auténtica melodía” (332).

¿Qué significa aquí “entrenamiento”? De ninguna manera “socialización” –todo cuerpo es un “cuerpo entrenado” en este sentido–. Peter Brook se refiere a su concepción del entrenamiento del actor, un entrenamiento que permita una interacción coherente del gesto corporal, el sentimiento que expresa y su pensamiento:

"Cuando uno tiene que hacer un examen o está hablando con un intelectual, procura siempre no ser de cualquier manera en el pensamiento o el habla pero, sin darnos cuenta, ese de cualquier manera está en nuestro cuerpo, que quedará ignorado y flácido. En cambio, cuando nos hallamos junto a alguien que sufre, nuestros sentimientos no serán de cualquier manera, sin duda nos mostraremos bondadosos y atentos, pero tal vez nuestros pensamientos sean erráticos o confusos, y lo mismo le puede ocurrir a nuestro cuerpo. Y en un tercer caso, cuando se conduce un coche, es posible que el cuerpo esté alerta, pero la cabeza, abandonada a sí misma, tal vez acabe perdiéndose en pensamientos de cualquier manera… Para que las intenciones de un actor sean totalmente claras, con una tensión intelectual, unos sentimientos verdaderos y un cuerpo equilibrado, los tres elementos –pensamiento, emoción y cuerpo– deben estar en perfecta armonía” (333).

No veo forma más adecuada de resumir todo lo que antes intentaba explicar de un enfoque energético del trabajo corporal. Un “trabajo” que es entrenamiento en la medida en que trata de compensar la inevitable ausencia de intensidad que rodea muchos, quizá la mayoría de los tiempos en los que transcurre nuestra existencia, cuando comenzamos a no resignarnos a su grado de enajenación.

Un adecuado entrenamiento corporal llega a agudizar la percepción de tales desfases y de ninguna manera debe ocultarlos. Debe abrirnos al encuentro entre sensaciones y sentimientos como un primer paso. Pasar del encuentro a la asunción cabal de los mismos requiere una toma de conciencia que no se limitará a lo sensitivo, como ha quedado subrayado.

La intensidad que necesita el actor para resultar convincente, que pasa por la integración de los tres niveles básicos del ser no es distinta de la necesidad de cualquier ser humano para resultar íntegro en cualquier momento de su existencia. Tal integridad se expresa en la adecuada aportación del gesto –el cuerpo–, la palabra –o el silencio–, el sentimiento –la emoción– y la mente. Hay quien ha denominado a esta realización la emergencia del yo existencial como la vivencia de “la mente y el cuerpo como experiencias de un yo integrado” (334).

 

82. Aceleración, lentitud, tiempo

“En el teatro No, un actor tarda cinco minutos en llegar al centro del escenario. ¿Por qué un no-actor no consigue mantener nuestra atención, mientras que un actor verdadero haciendo lo mismo mil veces más despacio resulta tan irresistible? ¿Por qué, cuando lo contemplamos, nos sentimos conmovidos, fascinados?”.

Peter Brook (335)

El ritmo de movimiento habitual del ser humano, más que el de cualquier animal, tiende a ser automatizado, mecánico; pero, a diferencia de aquél, los humanos deshabitamos nuestro movimiento pues hemos dejado de estar identificados con su sensación. Esto nos otorga una disponibilidad para facultades como la emoción y, sobre todo, el pensamiento y el habla. Pero esto es sólo parte de una verdad. En cuanto ausencia y huida, un pensamiento desconectado, incluso represor de la sensación tiende a perderse en lo que imagina como realidad, y apenas es más que confusión –aun en forma de ideas brillantes–. Podemos considerar desde esta tendencia las dos opciones “artificiosas” del ritmo humano: la aceleración y la lentificación.

“[La velocidad es la] forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre… El hombre encorvado encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante presente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra manera, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer... Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida” (336).

Kundera apunta hacia el lugar adecuado cuando afirma a continuación que “el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria, y el grado de velocidad a la intensidad del olvido” (337), siempre que traduzcamos aquí velocidad por aceleración, apresuramiento. Pero no acierta al contrastar la fuga en moto con la carrera. Cuando es tu impulso el que te pone en movimiento, aunque el peso o el jadeo estén ahí, y puedan resultar incómodos en un primer momento, si son sentidos e incorporados a un ritmo posible, se produce un reajuste en el funcionamiento del conjunto de los elementos que nos componen. El pensamiento puede ir dejando su lugar a otra cosa, a cierta sensación que también puede ceñirnos a un presente sin miedo pues es un presente que se funde con una integridad de existencia que no los niega –pensamiento, miedo o cualquier otra percepción que aparezca en su campo–, sino que las integra sin particular esfuerzo en una vivencia superior.

Hay una diferencia fundamental en hacerse con una máquina y vivir el éxtasis que provoca la demanda de atención máxima a que nos obliga a entrar en una situación de la misma demanda de atención sin que medie un artefacto, tomando el acrecentamiento de la percepción del cuerpo como referencia y anclaje básicos. Y esto vale para el ejercicio físico cuando la atención es requerida por el propio movimiento, por la destreza exigida o por la interacción con otras personas que participan en la experiencia. Si a estos elementos incorporamos la presencia del otro como una amenaza –como en el caso de una pelea o un combate–, estaremos ante una de las circunstancias más interesantes de “aceleración” (338).

Cuando, en el otro extremo, procuramos la lentificación –“directamente proporcional a la intensidad de la memoria”–, entramos en una posibilidad de experimentación tan rica o más. Si tal ensayo de lentificación nos resulta amenazante –de hecho dispara las alarmas de muchos atrapados en el vértigo de la acción–, es entonces cuando podemos comenzar a identificar nuestro propio cuerpo como la fuente de nuestros miedos que en este caso están en el presente y no en el porvenir, un presente ligado a la historia de nuestra vida, una historia cuya memoria el cuerpo se encarga siempre de conservar.

Cuando uno se propone un ritmo de acecho, o ha ensayado un movimiento deliberadamente lento y centrado como en la representación de una forma de taichi, puede comprender lo que estoy diciendo. Normalmente resultan necesarias largas horas y meses de entrenamiento tan sólo para mantener el equilibrio y la continuidad de unos sencillos pasos. La dificultad de todos los elementos que van emergiendo en este intento –coordinación de los miembros, suavidad con entereza, respiración profunda y pausada, etc.–, y el sorprendente efecto de ensanchamiento del tiempo que vamos percibiendo, pueden convertir en puerta abierta lo que acaso comenzó como desafío (339).

 

83. Arte y forma

Este ensanchamiento del tiempo (340), que se percibe a su vez como una gran concentración, es uno de los aspectos que ha estimulado la exploración tanto en las tradiciones escénicas como marciales, dos disciplinas que hacen del cuerpo vehículo y producto expresivo:

“La vida en el teatro es más entretenida e intensa porque está más concentrada. La concentración consiste en eliminar cuanto no sea estrictamente necesario e intensificar lo que queda colocando, por ejemplo, un adjetivo fuerte en lugar de uno suave, conservando siempre la impresión de espontaneidad” (341).

En el caso de una práctica marcial, la demanda de concentración deriva de que cualquier gesto no necesario representa un riesgo que puede costar caro en un enfrentamiento. En ambos casos trabajamos por cerrar la puerta a lo accesorio, y con ello la abrimos a la concentración de algunas variables que permiten trascender la vivencia del tiempo ordinario en busca de claves más profundas del devenir.

“Podemos decir que el verdadero artista está siempre dispuesto a realizar cualquier sacrificio por alcanzar un momento de creatividad... El actor convencional sella su trabajo, y sellar es un acto defensivo. Para protegerse a uno mismo, uno “construye” y “sella”. Para abrirse, se han de derribar todos los muros... Lo que uno llama “construir un personaje” es en realidad el acto de fabricar una falsificación convincente... La auténtica forma sólo llega en el último momento, a veces incluso después. Es un nacimiento. La auténtica forma no es como la construcción de un edificio, donde cada acción es el paso lógico que sigue al paso previo. Por el contrario, el auténtico proceso de construcción implica al mismo tiempo una especie de demolición. Esto significa aceptar el miedo. Toda demolición crea un espacio peligroso en el que hay menos muletas y apoyos” (342).

Como explicaré más adelante, no soy partidario de calificar como “arte” a los sistemas de entrenamiento marcial. Llamar arte a una serie de ejercicios o a la práctica de ciertas destrezas significa casi siempre un intento de dotar de una dignidad que encubre la construcción de un fetiche. No vamos a entrar aquí en la discusión de lo que este término ha supuesto en los últimos años para nuestra civilización, como sustituto de las formas de espiritualidad hasta entonces monopolizadas por las instituciones religiosas. Pero tampoco renunciaremos a la observación de Brook en relación a la búsqueda de la auténtica forma, pues es un tema que nos incumbe directamente.

Y es que forma es también el nombre que se da en el tai chi chuan a los encadenamientos de técnicas realizadas siguiendo una determinada pauta rítmica y que se repiten a lo largo del entrenamiento, frecuentemente durante todos los años que dure, durante toda la vida.

¿Cabe vivir tales formas como actos creativos? ¿Cabe tal proceso de concentración allí donde nada es improvisado? Tales preguntas son sólo contestables en la intensidad de la práctica, una práctica que deviene en la exploración explícita de la misma pregunta. Como la obra escrita por un maestro, lo que en un principio es sólo un ejercicio al que nos acercamos torpe y superficialmente, puede convertirse en acto creativo –más allá del tiempo– en el momento de la interpretación (343).

Esta es la consideración más positiva –e interesante– del trabajo con las formas en las que, quizá un día y aún hoy, fueron o resulten verdaderas artes. Pero resulta inevitable aquí referirse al actual uso de tales coreografías por varias razones. La primera de ellas es que fueron estas secuencias las que se convirtieron en disciplina obligatoria para una buena parte de la población en la China maoísta. Las mismas que fascinaron a los poco avisados visitantes occidentales años más tarde, las que se practican actualmente en Occidente hasta el punto de haber logrado una identificación de las mismas con el tai chi chuan.

La segunda tiene que ver con las preguntas que continúan abriéndosenos ante estos fenómenos: ¿hay algo aún interesante y aprovechable tras este encadenamiento de malentendidos?, ¿existe alguna posibilidad de hacer valer estas secuencias como llaves a algo que no se ha perdido del todo, aunque las fuentes directas o las pistas seguras sean difíciles o imposibles de hallar?

 

84. Las formas de tai chi chuan

En sus orígenes, una “forma” tenía diversas funciones. Pero para adivinarlas es necesario algún ejercicio de desplazamiento en el tiempo. Situémonos en unas sociedades donde los soldados o guerreros que se aplicaban en el entrenamiento marcial eran, como la inmensa mayoría de la población, analfabetos. En el interior de estos estamentos, pensemos en el valor de las técnicas descubiertas o adquiridas por los más hábiles, equiparable a la incorporación de una nueva arma o una nueva estrategia de guerra, cuando éstas eran descubiertas como más prácticas o capaces de decidir la suerte de batallas y poderíos. Pensemos también en el improbable acceso a una edad avanzada de alguno de los más expertos guerreros, o en su retirada a ermitas o grutas donde dedicar el resto de su vida a la meditación… A alguno de estos ancestros se atribuye el origen mítico del tai chi chuan, lo mismo que se atribuyen a uno de los más reconocidos importadores del budismo hindú a China la paternidad de muchos sistemas de combate y técnicas de fortalecimiento físico y espiritual (344).

En tales circunstancias, el acceso a los descubrimientos, aportaciones o innovaciones de tales expertos podemos considerarlo más que difícil. Pero no es necesario alejarse a las brumas de la antigüedad. Las formas que hoy se enseñan y practican masivamente se gestaron tal como las conocemos actualmente en unas circunstancias históricas –los años de transición entre los siglos XIX y XX– en las que los chinos con conciencia de su pertenencia a una civilización cuyo valor era incuestionable, vivían bajo el acoso de fuerzas poderosísimas –llámense Japón o imperio británico–, que no dejaban de derrotar y humillar al Imperio del Centro. La fiebre de sociedades secretas y el furor patriótico de aquellos tiempos no es ajeno a los intentos de recuperación y mitificación de las “armas secretas insuperables” o las “técnicas de inmortalidad” de las que las leyendas hablaban. Maestros o expertos que se criaron en tales circunstancias son los que hemos conocido como últimos eslabones de linajes más o menos fiables, divulgadores en Occidente de las artes tradicionales chinas de combate.

Habrá tiempo más adelante para analizar con algún detalle este proceso (345). La transición de un mundo que se siente trágicamente amenazado por otro exterior que, a su vez, es el portador de las claves que podrían permitir la renovación del propio. Un mundo propio que se estaba revelando impotente e incapaz de defender su propia “superioridad espiritual”… Pero, volviendo a nuestro cauce, ¿qué eran, en qué han devenido las formas?

En este contexto, podemos pensar en las formas como compendio y síntesis de técnicas que se insinuaban más que mostrarse abiertamente, pues éstas habrían de permanecer ocultas e inutilizables para aquellos no directamente iniciados. Como las canciones, sutras o salmodias que en las poblaciones analfabetas servían para comprimir y mantener la memoria de enseñanzas que se divulgaban entre gentes con dificultades de comunicación de documentos inconcebibles en nuestros tiempos, tales archivos de información comprimida y encriptada a la vez, se apreciaban como legados a mantener y cultivar durante toda la vida. Las formas eran pues instrumento de transmisión y síntesis de conocimiento…

¿Significa esto que basta con conocer y practicar por largo tiempo una forma así diseñada y transmitida para que hacernos con un legado de esta naturaleza? Responder afirmativamente es dotar de poderes mágicos a una herramienta surgida en medios y situaciones donde un gesto adecuado o inadecuado significaba la vida o la muerte… Por otro lado, no es de extrañar que estemos dispuestos a otorgar estos poderes a estas destilaciones de técnicas o movimientos pues es lo que parece inevitable hacer a quien pierde el acceso a la fuente y, sin embargo, por cualquier motivo, conserva como un tesoro un legado indescifrable (346).

Imaginemos ahora que recibimos un disco de audio con una novela leída en un idioma que desconocemos completamente. Nos han dicho que se trata de una de las cumbres de la literatura universal y no tenemos motivos para dudar de ello, pero no sabemos nada de los hablantes de tal misterioso idioma, de si se trata de una lengua viva o muerta, si pertenece a la actual geografía o a algún país extinguido o sólo vigente en alguna mitología.

Atraídos por un hechizo inexplicable, nos imponemos una tarea: vamos a aprender de memoria, con la máxima fidelidad que nos permita nuestro oído y habilidades mnemotécnicas, el documento que hemos recibido. Pasamos largas horas escuchando y tratando de reproducir los fonemas y las cadencias, la música que encierra este conjunto de palabras desconocidas y sus intervalos. Es tal nuestra concentración que, poco a poco, soñamos con los personajes que hablan en la misma, y dotamos a sus palabras –a esos sonidos ininteligibles pero tan cargados de misterio, tan evocadores–, de contenidos acordes con lo que permiten nuestros deseos y ensoñaciones. Logramos dominar al fin nuestra tarea, y somos capaces de recitar todo el texto del que seguimos sin entender una palabra pero, ¿quién se atreverá a negar a estas alturas que se trata de uno de nuestros incuestionables tesoros?

En eso, un día descubrimos que la novela que hemos aprendido obedece a un idioma real, vivo y actualmente hablado por un pueblo remoto. ¡No se trata del idioma ya muerto o el inventado por algún creador de mitologías! Esto nos provoca tal exaltación, que decidimos organizar un viaje al país donde se originó nuestro tesoro, y poner a prueba la validez práctica del lenguaje que creemos conocer (¿serán las frases a las que asignamos tales significados aquellas que utilizan de hecho sus hablantes para expresarlos?, ¿seremos siquiera capaces de comunicarnos con el uso de alguna de la palabras o frases aprendidas, repetidas y memorizadas durante tan largas y excitantes jornadas?).

Ya tenemos el billete, ya hemos cogido el avión y aterrizado en el país. Todo lo que percibimos a nuestro alrededor –esa luz tan especial y esos olores, los rostros que ya comenzamos a reconocer como familiares a los personajes que hemos imaginado, sus ademanes, sus miradas…–, nos sobrecoge y nos invita a dar el siguiente paso. Así que nos dirigimos a un muchacho con una frase de saludo en su idioma. Queremos preguntarle por el hotel o por el taxi… ¿Qué ocurrirá?

Quizá haya llevado mi alegoría demasiado lejos, pero estoy convencido de que puede ser útil para entender el viaje que las formas han hecho no sólo en el espacio, también en el tiempo, desde donde alguna de sus variables originarias surgieron hasta ser hoy conocidas y practicadas en los países occidentales.

¿Son las formas recursos de las que nos podemos valer todavía para adentrarnos en los conocimientos técnicos y las pautas de movimiento, en la sensibilidad de quienes las diseñaron y quienes las practicaran en contextos de enseñanza y aprendizaje directos?

Aunque siguiendo la lógica de nuestra alegoría –el alucinado visitante jamás lograría comunicarse ni entender nada significativo de los hablantes del idioma de la narración que había memorizado–, la respuesta a estas preguntas fuera un rotundo no, estamos en disposición de salvar nuestra posición apoyándonos en las fallas de todo ejemplo. El nuestro, aunque señala una verdad, también falla: el lenguaje corporal es mucho más universal que ningún habla particular (347). Cuando este lenguaje corporal se restringe a técnicas de lucha, puede ser comprobable a través del potencial agresivo del gesto que no es privativo de ninguna cultura y ningún tiempo. Diríamos que disponemos de diccionarios de tal lenguaje, y que sus hablantes se han encontrado y se encuentran siempre en cualquier latitud.

Aunque lo que acabo de decir sea cierto, no nos conviene ignorar la otra parte, la parte útil de la alegoría que acabo de narrar. Como sistema de aprendizaje de un lenguaje, resulta escandalosamente inapropiado que el método para aprenderlo que hayamos elegido sea la memorización de un cuento o una novela, y no los ejercicios de incorporación de su vocabulario y formas gramaticales.

Si realizáramos un estudio estadístico de los practicantes de taichi en el mundo actual y contabilizáramos el tempo dedicado al estudio, la memorización y la interpretación de las formas –la novela– en relación al dedicado a otros ejercicios más apropiados a la adquisición de un lenguaje –en este caso marcial–, los resultados serían tan sintomáticos como reveladores. No sólo porque hoy se identifica al taichi con la interpretación de alguna de tales coreografías, sino porque incluso entre los maestros y las escuelas que hablan de que la forma no es sino la síntesis ritual de todo un lenguaje que es necesario practicar para comprender, la forma sigue ocupando un lugar central y justificativo del conjunto de la práctica. Quiero decir que, incluso estos maestros y practicantes, tienden a identificar una o mil formas que practican o realizan como el núcleo distintivo de su práctica (348).

¿Significa esto que una dedicación a la práctica de las formas no aporta –incluso en su evidente limitación– algo genuino y aprovechable para muchos? Si no tuviera una respuesta afirmativa a esta pregunta, no hubiera dedicado tanto tiempo y espacio a esta cuestión. Creo que la práctica de las formas de tai chi chuan aporta elementos muy interesantes a una práctica corporal que pretende no limitarse a una mera gimnasia. Aunque el que sea algo más que mera gimnasia depende de bastantes cuestiones de las que venimos hablando. Y una forma por sí misma no lo garantiza (no entramos aquí en las condiciones en que la transmisión de estas coreografías se ha producido, provocando a veces verdaderos desastres en el estado originario de la mercancía…).

Entrar en contacto con la sensación postural, ralentizar el ritmo de movimiento, movilizar las articulaciones suave y coordinadamente, ejercitar una atención que considera más de un objeto, etc. son algunas de las cualidades que cultivamos por el mero hecho de aventurarnos con una forma, y que, para muchos practicantes, será lo máximo a lo que pueden aspirar. Es cierto. Pero también lo es que no es necesaria la sofisticación y los elementos que tienden a adherirse a tales prácticas –elementos exóticos y enajenantes de los que también venimos tratando– para lograr tales efectos. Lo mismo que estos y otros más profundos se logran cuando ajustamos el aprendizaje y la práctica de este lenguaje a una metodología más ajustada.

 

85. Disciplina y creatividad

“La cuestión de la creatividad está íntimamente ligada a la de la libertad humana, pues el hombre jamás es libre en los supuestos de su existencia, que son como un pasado que ha tomado cuerpo, sino sólo en lo que él saca creativamente de sí mismo y en lo que de esa manera configura su porvenir”.

Michael Ende (349)

Como ya he indicado, concebir un entrenamiento corporal como mero acceso a ciertas destrezas es una gran limitación. Cualquier seguimiento de un modelo externo, cuando se perpetúa en el tiempo y nos reducimos a él –al principio esta imitación es imprescindible–, trata en el fondo de no encarar el miedo intrínseco a nuestro ser corporal. Y, sin embargo, insisto, la imitación es el medio tradicional de aprendizaje:

“Al principio, el aprender la forma implica imitar a alguien. Lo que significa una relación que no puede ser objetiva e impersonal como la de seguir las imágenes de un libro o una pantalla. Debe haber un maestro frente a ti, de carne y hueso, respirando y moviéndose. Únicamente así serás capaz de sentir la cualidad energética de cada movimiento” (350).

No podemos escapar a la paradoja:

“Cuando nuestros actores realizan ejercicios acrobáticos, lo hacen para desarrollar su sensibilidad y no sus habilidades acrobáticas... Esto es posible cuando no se pretende que un elemento sea más de lo que es. En consecuencia, no hay un vano perfeccionismo. Desde cierto punto de vista, puede otorgarse tributo y devoción al perfeccionismo, el intento del hombre por adorar un ideal que está relacionado con el arte y la destreza llevados al límite. Desde otro punto de vista, puede considerarse como la caída de Ícaro, que intentó volar por encima de sus posibilidades y alcanzar a los dioses” (351).

El perfeccionismo se sustenta en la mentira de la posibilidad de alguna “perfección” formal, desde la que el control sobre lo vivo es posible, cuando toda vivencia humana es una apertura a tantas variables que convierten en ridículo tal objetivo.

Sin embargo, podemos colocarnos en otro extremo y desdeñar toda disciplina, todo respeto a la función de lo formal, algo esencial a toda manifestación:

“El nacimiento es adquirir forma, tanto si se refiere a un ser humano como a una frase, una palabra o un gesto”. El arte está, por lo tanto, en las antípodas del superficial y evasivo “todo vale”.

“Cuanto mayor es nuestra libertad, tanto más debemos comprender y disciplinar todo acto de teatro; para que éste tenga significado, debe obedecer a unas reglas muy estrictas... [sin olvidar a su vez que] la forma puede convertirse en un obstáculo total para la vida” (352).

Todo aquél que afronta seriamente una disciplina corporal, como el cultivo de una cualidad artística que vaya algo más allá de una simple destreza, se mueve dentro de esta tensión: la búsqueda es exploración, pero tal exploración resulta estéril si no se ciñe al contacto con el momento presente de lo que somos, siempre más allá de un solo nivel –como cuerpo, emoción o pensamiento–. Toda forma nos tienta a evitar una verdadera conexión, el vértigo al vacío, para la que por otro lado ha sido diseñada (353)). Aquí se encuentra lo esencial de la dimensión meditativa de la práctica.

“Una gran parte de nuestras manifestaciones excesivas e innecesarias son el resultado del terror a no seguir estando ahí si no demostramos de alguna manera que existimos todo el tiempo... una buena interpretación no es el resultado de una composición mental previa, sino de haber creado un vacío libre de miedos en su interior... ¿Cuáles son los elementos que perturban el espacio interior? Uno de ellos es la racionalización excesiva…” (354).

 


NOTAS

(329) Una regresión válida quizá desde el lugar del “paciente” o del “consumidor”, pero completamente insuficiente desde el lugar de quien la aplica. No pretendo aquí que debamos interponer el análisis a cada experiencia vital, o que debamos renunciar a aceptar los distintos enfoques narrativos de cualquier vivencia, propia o ajena. De hecho, las lecturas mágicas, míticas o trascendentes se solapan y complementan de forma espontánea a otras científicas, y entre todas construyen nuestra propia narración. Me refiero más bien al lugar de quien trata de comprender cómo funciona un sistema (cómo se ha construido, qué elementos incorpora y dentro de qué concepción) para, desde ahí ordenar sus criterios y prioridades.

(330) El procesamiento que el sistema nervioso autónomo realiza constantemente de la ubicación del cuerpo en el espacio a partir de las sensaciones de peso, apoyo, densidad, movimiento articular, tensión y relajación muscular, etc. Es esta cualidad la que permite “engañar” a la conciencia a través del uso de imágenes para acentuar unas sensaciones sobre otras en una práctica dirigida a la relajación o al “tono justo” en nuestra práctica (nos imaginamos estar sumergidos en el agua o sentir el peso de una parte del cuerpo, mientras otra es ligera, etc.).

(331) Esto no significa que cuestione las denominaciones que hablan de “cuerpo energético” y otros “cuerpos sutiles”. De hecho habitamos dichos cuerpos claramente diferenciables de del “cuerpo físico” cuando la sensibilidad a su vibración particular se hace dominante.

(332) Peter Brook. La puerta abierta, reflexiones sobre la interpretación y el teatro 1993. Ed. Alba 1994.

(333) Ídem.

(334) “... el yo de este estadio es consciente tanto de la mente como del cuerpo como experiencias. Es decir, el yo observador está comenzando a trascender la mente y el cuerpo y, en consecuencia, puede ser consciente de ambos como objetos de conciencia, como experiencias. No es que la mente contempla el mundo sino que el yo observador contempla, al mismo tiempo, la mente y el mundo. Éste es un paso muy importante que prosigue durante los estadios superiores” Broughton, citado por Wilber en Breve historia de todas las cosas. Pero hay que señalar que lo que en este nivel de desarrollo es un paso, en otros anteriores –los correspondientes al yo verbal al que me he referido en el capítulo 21 del área 1– puede ser expresión de escisión o huída. No distinguirlo conduce a confusión cuando se trabajan técnicas que implican un determinado nivel de integración como el qi gong o la meditación. Lo que ha sido diseñado para abrirnos a una comprensión más abarcadora es inevitablemente utilizado para protegernos de la amenaza de tal paso. Un tema crucial que habrá de ser tratado en el siguiente volumen (área 4, Una nueva (in)trascendencia).

(335) Op. cit.

(336) La Lentitud. Ed. Tusquets 1995.

(337) Ídem.

(338) El área 3 estará centrada en esta situación que nos incumbe directamente.

(339) Por eso, no deja de ser muy superficial la consideración de los “beneficios” de nuestras coreografías por sus efectos anatómico-fisiológicos indudables, sin tener en cuenta otras dimensiones referidas por ejemplo a la vivencia del tiempo. En palabras de Peter Hoeg “Si realmente es así, entonces sí, entonces es muy importante que los hombres se introduzcan en el laboratorio de vez en cuando y hagan preguntas distintas a las que normalmente suelen hacerse. Si todos sustentamos el tiempo, entonces uno tiene su sitio, entonces tiene su importancia el hacer algo con lentitud, entonces incluso un experimento insignificante como éste puede ayudar a palpar el tiempo para que éste se transforme”. Los Fronterizos, Ed. Tusquets, 1997 (la cursiva es mía).

(340) “El hecho de que el tiempo sea mensurable, o sea, de que pueda ser dividido en días, horas, minutos, demuestra en realidad –matemáticamente– que no es infinito, pues medio infinito es también infinito y asimismo cada una de sus partes. Si el tiempo fuese infinito, tendría que serlo también cada segundo. Pero si es finito, en el fondo sólo es apariencia de una realidad atemporal”. Michael Ende, Carpeta de Apuntes 1994. Alfaguara 1996.

(341) Peter Brook, op. cit.

(342) Peter Brook, op. cit.

(343) Este sentido de la interpretación creativa de la obra ya escrita es una de las paradojas fundamentales de la creación artística y ocurre cada vez que un intérprete pretende recrear una obra musical escrita por otro. En la literatura ocurre cada vez que uno lee, pero fue J. L. Borges quien la plasmó de la forma más radical en su Pierre Menard, autor del Quijote: un escritor que consagra sus mejores energías a lo largo de toda su vida a recrear una obra ya escrita en otro idioma, otro tiempo, otro mundo. Sólo se sentirá satisfecho cuando haya logrado culminar, palabra por palabra, siquiera alguno de los capítulos de la obra que le inspira…

(344) Me refiero a Chang San-Feng (siglo XIV) y a Bodhidharma (siglo VI), respectivamente.

(345) Será el área que cierre este trabajo en el segundo volumen, Las promesas del tai chi chuan.

(346) Continuando con el paralelismo, pensemos en los mantras o sutras utilizados como conjuros benéficos o talismanes de protección en las arcaicas sociedades orientales contra los malos espíritus, y en las occidentales contra la psicosis. No deja de ser curioso y significativo que monjes o lamas teletransportados desde una remota antigüedad a las ciudades occidentales contemporáneas, puedan ejercer de médium y transmisores de tales conjuros, y encuentren ávidos consumidores de los mismos.

(347) Una expresión más del carácter “fundamental” y más simple del cuerpo frente a la complejidad y autonomía de la mente que se expresa a través de su propio lenguaje verbal. Frente a la discusión de los lingüistas sobre la existencia o no de una matriz universal que permite la “traducción” de cualquier idioma verbal humano, esta discusión se resuelve de forma mucho más simple en el caso de los lenguajes corporales y, muy particularmente, los lenguajes de combate.

(348) Sobra decir que mi acercamiento al taichi tuvo las características que estoy describiendo. Pasaron cinco años hasta que alguien me dijo que eso que yo practicaba –se trataba de una forma cuya interpretación se alargaba por una hora, digamos que una novela corta– tenía algo que ver con lo marcial, y que su entrenamiento se completaba con otros ejercicios realizados en otras muy distintas circunstancias de aquella que yo conocía. En mi caso, este descubrimiento no produjo, como me consta en otros muchos, incredulidad y rechazo, sino un renovado interés: ¡por fin se me permitía el acceso al diccionario y la gramática de un lenguaje que consideraba fascinante! Había conocido a un maestro que me abría esa puerta y además me invitaba a conocer a otros accesibles que enriquecieran tal aprendizaje. Es el intento en el que aún me encuentro, como eterno principiante, pero pudiendo disfrutar cada vez más de los elementos que puedo llegar a comprender o intuir.
El maestro que me invitó y permitió este acceso fue Tew Bunnag. Pero si vuelvo hoy sobre los documentos que ha publicado, en su libro primero y fundamental El arte del Tai Chi Chuan, Meditación en movimiento (Ed. Liebre de Marzo, 1988) donde habla de cinco componentes de la práctica (ejercicios, forma, qi gong…), las explicaciones alrededor de la forma ocupan el 60% del espacio dedicado a la práctica en su conjunto. Cuando cerca de 20 años después de aquella publicación se refiere a la práctica usando casi las mismas palabras que entonces en dos vídeos, la forma ocupa el 80% de las imágenes que se refieren a la práctica en Caminando suavemente sobre la tierra, el primero de ellos, de 2003; y el 75% de Tai Chi, una celebración, de 2006.
Esta medición sólo señala cantidades de texto y de imagen, pero si las indico es porque creo que son significativas en la trampa que se hacen con frecuencia incluso los que admiten que la forma es sólo una parte del entrenamiento. Y aquí ya no es tanto cuestión de tiempos dedicados a la práctica, sino del lugar central y articulador que se otorga a la misma, sacándola de su verdadera función.

(349) Carpeta de Apuntes.

(350) Tew Bunnag. 1988. El arte del Tai Chi Chuan, meditación en movimiento. Ed. Liebre de marzo.

(351) Peter Brook, op. cit.

(352) Ídem.

(353) Es necesario matizar esta afirmación cuando nos referimos a las formas de divulgación por las que el taichi se hizo popular tanto en China como en Occidente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Como tantas veces, lo que lo ha hecho popular lo ha vaciado de la profundidad para la mayoría. Por otro lado, esa popularización ha sido la puerta por la que tantos hemos accedido a una práctica que ha terminado yendo más allá (para ver desde dónde se produce la creación de formas de divulgación que actualmente llevan a la extensión de formas de abanico, formas con música, etc., basta leer la entrevista de Luis Soldevila a Li Deyin en el n.º 13 de Tai Chi Chuan, revista de artes y estilos internos, Otoño 2007).

(354) Peter Brook, op. cit.

 

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