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XV. Tratar con el dolor y la enfermedad

 

70. Dolencia y enfermedad
71. Dolor y búsqueda de sentido
72. Médico y paciente. Magia y ritual en medicina
73. Enfermedad y (otra vez) psicologización
74. «Enfermedad como oportunidad». La dimensión de la escisión humana, o la enfermedad como su condición natural

 

70. Dolencia y enfermedad

“Ante cualquier indisposición, las personas se enfrentan a dos ámbitos muy diferentes. El primero es el del propio proceso patológico como tal, tanto si se trata de una fractura ósea, una gripe, un ataque cardíaco o un tumor maligno. Este aspecto de la indisposición es lo que llamamos dolencia. El cáncer, por ejemplo, es una dolencia, una disfunción específica que posee dimensiones científicas y médicas muy concretas... En segundo lugar, la persona debe también afrontar el trato que su sociedad o cultura dan a esa dolencia: todos los prejuicios, los temores –fundados o infundados–, las expectativas, los mitos, las historias, los valores y los significados que una determinada sociedad atribuye a cada afección. Este aspecto de la indisposición se denomina enfermedad... Así pues, la ciencia nos dice cuándo y cómo padecemos una dolencia, pero es la cultura –o subcultura– en la que nos hallamos inmersos la que nos dice cuándo y cómo estamos enfermos”

Ken Wilber (269))

Es evidente que uno necesita crear un espacio de comprensión –que incluye un marco conceptual– cuando tiene que afrontar la crisis que supone una enfermedad grave, y eso es quizá lo que puede llevarnos a tratar de establecer una separación tan drástica entre dolencia y enfermedad, para protestar después contra el juicio a que nos somete nuestra propia cultura:

“Lo más lamentable, sin embargo, es el hecho de que una sociedad juzga negativamente una determinada dolencia –es decir, considera que es mala– basada en el miedo y la ignorancia. Antes de que se descubriera que la gota es una dolencia hereditaria, se consideraba que se trataba de una debilidad moral. De este modo una dolencia nada censurable se convirtió en una enfermedad debida a la flaqueza, y ello a causa de carecer de una información científica precisa... Condenados, como estamos a un mundo de significados, preferimos sobrellevar el peso de un significado dañino y negativo antes de no tener significado alguno”(270).

¿Pero hasta qué punto es útil esta separación entre dolencia objetiva y enfermedad subjetiva? Ante cuestiones que tanto nos afectan, deberíamos tener siempre en cuenta en qué sentido estas reflexiones las hacemos para ponernos a salvo de consecuencias indeseadas o intratables, y en qué otro para comprender con mayor claridad la situación.

Es muy frecuente, tras la implantación de la medicina moderna, llevar al extremo los aspectos objetivos de la enfermedad –eso que Wilber denomina dolencia– para evitar cualquier otra implicación –subjetiva o moral– de la misma:

“Cuanto menos se comprenden las causas médicas de una determinada dolencia, más se tiende a considerarla como una enfermedad rodeada de mitos y metáforas inconexas; y cuanto más tiende a ser tratada como una enfermedad debida a una debilidad de carácter o a defectos morales del individuo afectado, más se interpreta erróneamente como una enfermedad del alma, un defecto de la personalidad o el resultado de una debilidad moral”(271).

El uso de los calificativos –mitos y metáforas inconexas, etc.– ya nos señala el deslizamiento al que me refiero. A continuación, se ataca cualquier visión que no sea la de la mirada estrictamente objetivista de la concepción biomédica moderna, como si ésta estuviese a salvo de mitificación o error:

“La medicina premoderna describe la enfermedad tal como se la experimenta intuitivamente, como una relación entre el exterior y el interior: una sensación interior de algo que se debe discernir en la superficie del cuerpo, a simple vista (o apenas por debajo de la superficie, escuchando, palpando), y que se confirma cuando se abre el interior para observar (por cirugía, por autopsia). La medicina moderna –o sea, la medicina eficaz– se caracteriza por unas nociones mucho más complejas acerca de lo que se ha de observar dentro del cuerpo: no ya los resultados de la enfermedad (órganos dañados) sino su causa (microorganismos), y por una tipología de la enfermedad muchísimo más intrincada”(272).

¿No estamos ante una enorme simplificación, cargada a su vez de sus propios mitos?: “medicina moderna” = “medicina eficaz”, “medicina premoderna”= “medicina simple e ineficaz”, “resultado de la enfermedad” = “órganos dañados”, “causa de enfermedad”= “microorganismos” (273).

El gran avance de la medicina moderna en cuanto a la aportación de más y más datos objetivos en relación al funcionamiento del cuerpo, nos tienta a la reducción de todos los fenómenos a lo que pueda ser objetivable. Y la experiencia nos señala que, incluso llevando esta posición a su extremo, algo se escapa de tal objetivación absoluta: los mitos y metáforas, las analogías, siguen vigentes, aunque cambien.

Nos aterra tanto el “cambio de nacionalidad” a que se refería Enrique Lihn para abrir esta área, que hay quien decide –y algunos parecen conseguirlo– pertenecer al mundo de los sanos hasta el momento de su muerte: grandes esfuerzos dedicados a mantenerse a flote desoyendo cualquier señal que indicara un desarreglo. Son algunos de los que jamás han ido a un médico y que mueren súbitamente “en perfecto estado de salud” (de un cáncer “fulminante”, de un infarto, de un “accidente”…).

Existe obviamente el extremo opuesto, el de los que permanentemente reconocen un malestar con el que negociar sus posiciones en relación a su entorno. Dar nombre –diagnóstico– a una dolencia permite la separación necesaria con respecto a la misma para poder intervenir sobre ella tanto objetiva como subjetivamente. Pero esto no excluye su propia trampa: uno se declara enfermo para dimitir de las obligaciones y responsabilidades que tiene para consigo mismo o la sociedad y entra a formar parte de los damnificados o las víctimas de los afectados por en su infinidad de variantes. El asunto es cualquier cosa menos simple.

 

71. Dolor y búsqueda de sentido

“El dolor crónico, misterioso, opaco, tedioso, no fatal, podría calificarse la enfermedad definidora de nuestro tiempo de bajo perfil, privado, de sexo seguro, absorto en sí mismo”.

David Morris (274)

El hecho es que la medicina contemporánea está diseñada de forma que, para que resulte eficiente, ha de colocar la búsqueda de sentido, completamente al margen de su quehacer. Y, en cuanto que vivimos en una sociedad altamente medicalizada, esta búsqueda tiende a concebirse como una molesta contrariedad (275)). Pretendemos que es posible una vida satisfactoria –incluso “feliz”–, al margen de una dedicación a la búsqueda de sentido: algo que relacione e integre el conjunto de nuestras experiencias en un ámbito común, como parte de nuestra ineludible realidad humana, su grandeza y su abismo. Preferimos negarlo, en particular cuando está ligado al propio dolor, justo cuando su presencia inexcusable nos pone ante la inevitabilidad de tal búsqueda. Desde esta perspectiva, podríamos considerar los distintos sistemas que subyacen a las tradiciones de sanación, antiguas o modernas –mucho más allá de su eficacia para eludir dolor o “dolencia”–, como el intento de convertir en aceptable –amparados en la legitimidad social de tal tradición o sistema– nuestra ineludible condición de seres abocados al sufrimiento, la enfermedad y la muerte. La propia naturaleza del dolor, al ser una cuestión central en la vivencia y la reflexión del ser humano, nos pone sobre la pista de nuestra ubicación en la vida.

Una de las aportaciones más influyentes de René Descartes fue precisamente su explicación de la naturaleza del dolor, una explicación que todos hemos aprendido en la escuela y que se repite en todas las disertaciones sobre el funcionamiento de los estímulos y el sistema nervioso: el impulso que va desde el lugar afectado hasta la espina dorsal y el cerebro o directamente desde el lugar al cerebro. Esta explicación ha interiorizado en nosotros una imagen de canales y conexiones, pero lo cierto es que

“no podemos pensar en el sistema nervioso como si estuviera compuesto de esos tubos largos e ininterrumpidos que imaginó Descartes corriendo directamente desde el punto herido hasta el cerebro... El cerebro plantea a los investigadores actuales una serie de preguntas todavía sin respuesta sobre el dolor, pero ya conocemos varios hechos. El dolor agudo y el dolor sordo avanzan por senderos diferentes hacia el tálamo y luego continúan hacia el córtex. En algún punto se conectan con el sistema límbico, el que controla nuestras respuestas emocionales... [Pero] este simplificado relato se refiere a un episodio de dolor agudo. No podemos suponer que el dolor crónico procede exactamente conforme al mismo modelo... que ha dejado fuera varios sistemas que interactúan para transmitir, suprimir e influir en el dolor, en particular los sistemas simpático y parasimpático... [La aceptación del modelo cartesiano del dolor ha llevado finalmente a la creencia de que] el dolor crónico carece de propósito biológico. El agudo cumple una función reconocible: nos protege de un daño mayor, nos advierte que quitemos la mano de un fuego encendido, acompaña el proceso de curación, conduce a crecimiento y logro... nos mantiene en un mundo de luz diurna que continúa siéndonos fundamentalmente familiar. Sabemos qué esperar, y la mengua gradual del dolor nos confirma que las expectativas son válidas. El dolor crónico destruye nuestros supuestos normales sobre el mundo. Nunca nos deja de atenazar y frustra continuamente nuestras esperanzas de mejoría. Nos hace ingresar, en última instancia, en otro mundo, desestabilizador, donde, como decía Emily Dickinson, el tiempo se ha detenido. (El tiempo anterior al dolor resulta casi inconcebible, o retrocede en la memoria como sueño que se difumina)... “El dolor –escribió Aristóteles– trastorna y destruye la naturaleza de la persona que lo siente”... El dolor crónico prolongado amenaza con desorganizar el yo”(276).

Estamos ante una manifestación más del “problema” del ser humano como único animal que vive su cuerpo –y lo que en él ocurre– sin identificarse con él. Así pretendemos que la salud no es más que su propio silencio (el “silencio de los órganos”: “sólo nos acordamos del cuerpo cuando duele”), llevando otra vez el grado de autonomía que esto nos permite a la rebelión contra cualquiera de sus manifestaciones molestas. Es la lógica que nos conduce a pensar que, si el cuerpo es un mero objeto, están justificadas todas las intervenciones posibles sobre él (desde la mutilación en nombre de la estética hasta los proyectos de cancelación de funciones orgánicas molestas como la menstruación o la menopausia), olvidando que este grado de desidentifiación no es sino expresión de escisión psíquica (277).

Entre la “dolencia” y la “enfermedad”, los estados patológicos y los que vivimos como saludables, nos topamos finalmente con los impulsos que nos conducen a la satisfacción de lo que consideramos necesario. Y es desde ahí mismo desde donde emana nuestra demanda de cuidados, y el nacimiento de una institución a la que hemos llamado medicina o sanidad. En los dos últimos siglos y a partir de las revoluciones modernas, el médico y la medicina han pasado a jugar un papel desconocido como tal hasta entonces. Lo que hoy entendemos por médico y por paciente no se entendía así hasta estos tiempos, y la consideración de esta cuestión nos dará nuevas pistas en los asuntos que venimos tratando.

 

72. Médico y paciente. Magia y ritual en medicina

Hemos mencionado ya los dos mitos que a partir de la revolución francesa dominaron la escena de la salud moderna:

“uno, que los médicos podían sustituir a los clérigos; el otro, que con el cambio político la sociedad podía volver a un estado de salud original. La enfermedad se convirtió en un asunto público. En nombre del progreso ha dejado de ser de la incumbencia de los que están enfermos”(278).

Aquí se apuntan los dos aspectos fundamentales: el referente a la nueva figura de médico, alguien que sustituirá al clérigo; y la nueva figura del paciente, alguien que declina toda responsabilidad sobre su propia enfermedad (279). La manera en que este proceso se va produciendo está llena de recovecos y matices entre los que podemos recordar algunos de entre los más notables: la introducción de las mediciones y de la estadística, el nacimiento del hospital como centro referencial de la atención médica y la “objetivización” de la enfermedad. Un proceso que vino ligado a la consolidación de la hipótesis pasteuriana de la causa externa (microorganismos) como única responsable de la enfermedad. En realidad se trataba de despejar los obstáculos que quedasen para poder tratarla “objetivamente”:

“El empleo de mediciones físicas preparó para creer en la existencia real de enfermedades y en su autonomía con respecto a la percepción del médico y del paciente. El empleo de la estadística apuntaló esa creencia. Mostró que las enfermedades se hallaban en el ambiente y podían invadir e infectar a la gente. Los primeros ensayos clínicos en que se utilizaron estadísticas, practicados en los Estados Unidos en 1721 proporcionaron datos sólidos que indicaban la amenaza de la viruela para Massachusetts (280), y que los vacunados estaban protegidos contra sus ataques. Esos ensayos fueron dirigidos por el Dr. Cotton Mather, mejor conocido por su competencia inquisitorial durante los juicios de las brujas de Salem que por esa vigorosa defensa de la vacuna antivariólica. Durante los siglos XVII y XVIII, los médicos que aplicaban mediciones a los enfermos podían ser considerados charlatanes por sus colegas... La toma de temperatura no llegó a ser práctica rutinaria hasta 1845…

… Conforme el interés del médico se trasladaba del enfermo a la enfermedad, el hospital se convertía en un museo de enfermedades. Los pabellones estaban llenos de indigentes que ofrecían sus cuerpos como espectáculos a cualquier médico deseoso de tratarlos (cuando la enfermedad pasó a ser una entidad que podía separarse del hombre y ser manejada por el médico, súbitamente otros aspectos del hombre se hicieron separables, usables, vendibles. La venta de la sombra es un motivo literario típico del siglo XIX)”(281).

En los últimos 100 años el aspecto externo de los hospitales ha variado mucho en los países ricos, aunque a costa de una más profunda sensación de cosificación y la pérdida del enfermo en manos de una tecnología más poderosa y sofisticada. Desde que apareció el hospital –no existía hasta los tiempos modernos–, éste se nos ha presentado como el mejor lugar no sólo para tratar enfermedades y accidentes, también para los pasajes más importantes de nuestra vida como el nacimiento y la muerte. Sin embargo siempre han existido buenas razones para poner en duda esta conveniencia (últimamente, entrar en el hospital con una lesión leve y morir por “infecciones víricas de quirófano” es algo que entra en lo cotidiano, entre otros muchos problemas hospitalarios). Cualquier persona sensata debería plantearse hoy la pregunta: ¿Debería ir uno al hospital por la importancia de su enfermedad o su probable muerte o, precisamente por ella debería eludirlo? Todavía hay lugares en el mundo en que los pacientes sólo admiten su hospitalización si toda su familia les acompaña (282)

Para que esta transformación se llevara a cabo

“fue necesario convertir las dolencias en enfermedades objetivas (y crear) una nueva distancia no sólo entre el alma y el cuerpo, sino también entre la queja del paciente y el ojo del médico… [Antes] la enfermedad era todavía el sufrimiento personal en el espejo de la visión del médico. La transformación de este retrato médico en una entidad clínica representa un acontecimiento en medicina correspondiente a la hazaña de Copérnico en astronomía: el hombre fue violentamente lanzado y alejado del centro del universo. [Y esto es relevante porque] junto con la enfermedad, la salud adquirió una categoría clínica, convirtiéndose en la ausencia de síntomas clínicos. Los patrones clínicos de la normalidad se asociaron con el bienestar”(283).

Más allá de sus características personales, el médico se presenta ante la sociedad como un “científico” en el sentido de quien no está manchado por supersticiones ni ideologías. Sin embargo, su intervención está básicamente marcada por una idea que a su vez se origina en una creencia (o sea, una ideología): “la fe en la bondad del crecimiento ilimitado”.

“El concepto de salud predominante en los años 30 es el de que hay una cantidad estrictamente limitada de morbilidad, que si se trataba daría por resultado una reducción de los subsiguientes índices de enfermedad.. La gente cree aún que la salud mejorará conforme aumente la cantidad gastada en servicios médicos, que sería mejor que hubiera más intervenciones médicas y que los médicos son los que mejor saben qué servicios debe haber”(284).

Cualquier persona que entra en contacto con las instituciones médicas vigentes recibe el choque de su naturaleza:

“La campaña publicitaria de la National Cancer Association afirma que “la mitad de los cánceres actuales son curables”. El hecho, sin embargo, es que a pesar de la tan cacareada “lucha contra el cáncer” y de las sofisticadas técnicas quirúrgicas, de radioterapia y de quimioterapia de que disponemos en la actualidad, en los últimos cuarenta años no se ha detectado ningún aumento significativo en el índice de supervivencia de los afectados –con excepción de los cánceres de sangre... ¿qué es lo que suele hacer un médico? Sabe que las intervenciones médicas clásicas –cirugía, quimioterapia, radiación– no son muy eficaces, pero obviamente tiene que hacer algo. Así que, como no puede controlar realmente la dolencia, lo que hace es tratar de controlar la enfermedad. Es decir, intenta definir el significado de la disfunción prescribiendo la forma en que el paciente debe pensar sobre el cáncer: que se trata de una entidad que el científico-doctor comprende y puede tratar médicamente, y que cualquier otra forma de abordarla es inútil e incluso contraproducente. Esto significa que el médico prescribirá, por ejemplo, un tratamiento de quimioterapia aun a sabiendas de que no funcionará; práctica muy corriente cuyo descubrimiento nos conmocionó tremendamente a Treya y a mí”(285).

Lo que representa la plasmación colectiva e institucional del miedo y la negación del dolor, la enfermedad y la muerte. Hemos construido una sociedad que se enorgullece de aumentar cada año los presupuestos para la “atención médica” (en Europa) o para la “investigación médica” (en Norteamérica) y que se confirma en medidas médico-policiales –campañas de vacunación obligatoria, por ejemplo–, a pesar de todas las evidencias en su contra. Illich comenta en su estudio que está bien probado y se oculta “la impotencia de los servicios médicos para modificar la expectativa de vida, la insignificancia de la mayor parte de la asistencia clínica contemporánea para curar las enfermedades, la magnitud de los daños a la salud provocados por la acción médica y la futilidad de las medidas médicas para contrarrestar la asistencia médica patógena” (286), y que cualquier debate sobre la atención médica debería comenzar lógicamente evitando la ocultación de esta realidad:

“[El tema es que] paradójicamente, cuanto más se concentraba la atención en el dominio técnico de la enfermedad, mayores se hacían las funciones simbólicas y no técnicas ejecutadas por la tecnología médica. Batas blancas, ambientes antisépticos, ambulancias y seguros vinieron a desempeñar funciones mágicas y simbólicas influyendo sobre la salud. La impresión de símbolos, mitos y rituales sobre la salud es diferente del efecto de los mismos procedimientos en términos simplemente técnicos... A medida de que los medicamentos han aumentado en eficacia, sus efectos secundarios simbólicos se han hecho abrumadoramente malsanos. En otras palabras, la tradicional magia blanca médica que apoyaba los propios esfuerzos del paciente se ha vuelto negra. En lugar de movilizar las facultades de autocuración del enfermo, la moderna magia médica convierte a éste en un espectador débil y perplejo...

Todos los rituales tienen una característica fundamental en común: aumentan la tolerancia para la incongruencia cognoscitiva. Los que participan en un ritual llegan a ser capaces de combinar una esperanza irreal con una realidad indeseable... Inevitablemente, cuando la asistencia o la curación se transfieren a organizaciones o máquinas, el tratamiento se transforma en un ritual centrado en la muerte. Se insultaría al curandero llamándolo ancestro del médico moderno. En realidad es el ancestro de todos nuestros profesionales modernos. Combinaba y transcendía funciones que actualmente se consideran técnicas, religiosas, jurídicas y mágicas. Hemos perdido el término para designar a un personaje tan complejo.

Las sociedades modernas se engañan creyendo que las ocupaciones pueden especializarse a voluntad. Los profesionales suelen actuar como si los resultados de sus acciones pudieran limitarse a las que tienen un efecto operacionalmente verificable. Los médicos curan, los profesores enseñan, los ingenieros transportan personas y cosas. Los economistas proporcionan una explicación más unitaria de las acciones de los especialistas considerándolos a todos ellos como productores. Han impuesto en los miembros de las profesiones liberales la noción de ser una especie de trabajadores a menudo contra su propia voluntad. En cambio, hasta ahora los sociólogos no han logrado que esos mismos profesionales se den cuenta igualmente de la función común ritual y mágica que desempeñan. Así como todos los trabajadores contribuyen al crecimiento del producto nacional bruto, todos los especialistas generan y sostienen la ilusión del progreso.

Ya sea que lo intenten o no, los médicos contemporáneos ejercen como sacerdotes, magos y agentes del orden político establecido. Cuando un médico extirpa las anginas de un niño, lo separa un tiempo de sus padres, lo expone a técnicos que emplean un lenguaje técnico extraño, le infunde la idea de que unos desconocidos pueden invadir su cuerpo por razones que sólo ellos conocen, y le hace sentirse orgulloso de vivir en un país donde la seguridad social paga estas iniciaciones médicas a la vida”(287).

Creo que merece una cita tan larga porque nos presenta lo que considero la cuestión central de la medicalización, ese proceso iniciado con la modernidad y en la que estamos inmersos. ¿Podemos extraer de aquí que toda tecnificación es negativa o que todo ritual es descartable? Obviamente no. Lo mismo que somos búsqueda incesante de significado, somos también humanos en cuanto creadores y usuarios incesantes de tecnologías y ritos. “No se es partícipe de la humanidad sin compartir un ritual” (288) y tampoco sin participar de la tecnología.

Vayamos ahora al otro polo del par médico/paciente, al papel del paciente, la otra mitad de la situación. Como he comentado antes, el punto de partida es que se ha ido produciendo una identificación absoluta de la categoría de enfermo con la función de paciente. Social y políticamente esto lleva a la larga a una situación probablemente insostenible y de la que de alguna forma deberemos tratar de salir:

“La salud ha dejado de ser un don innato que se supone en posesión de todo ser humano mientras no se demuestre que está enfermo, y se ha convertido en la promesa cada vez más distante a la que tiene uno derecho en virtud de la justicia social... Anteriormente, la medicina moderna sólo había controlado el tamaño del mercado, ahora este mercado ha perdido todo límite... el resultado es una sociedad morbosa que exige la medicalización universal y una institución médica que certifica la morbilidad universal”(289)).

El acento de Illich en los aspectos institucionales, médicos, sociales y políticos del problema no debería hacernos olvidar los aspectos individuales. La reivindicación de transformaciones sociales liberadoras sería viable en la medida en que la situación de la suma de conciencias de un grupo suficientemente relevante y poderoso en una sociedad la hace posible y antes, comprensible. El resto de las revoluciones son en realidad golpes de estado como la historia se ha encargado de demostrar repetidamente.

Podemos saber que en cuanto uno abandona su propia salud en manos de ese Otro impersonal, que es fundamentalmente la medicina moderna, no sólo aumenta su dependencia, también su inseguridad y con ello su morbilidad. Estamos pues en medio de un círculo vicioso que es una

“… crisis verdadera porque admite dos soluciones opuestas: el aumento de la medicalización patógena de la asistencia a la salud, expandiéndose aún más el control de la profesión médica sobre la gente o una desmedicalización crítica, científicamente justa, del concepto de enfermedad”(290).

Lo mismo que un análisis socio-político puede llevarnos a posiciones de simple queja social, también puede colocarnos en actitudes románticas que reivindican la vuelta a las sociedades tradicionales, espacios idealizados ajenos a los problemas de la industrialización o de la modernidad. No creo que esta salida sea útil y, a estas alturas, ni siquiera viable. Sin duda, en otras culturas tenemos importantes referencias de posibilidades alternativas, pero la salida vendrá más bien y en primer lugar de la comprensión de lo que realmente representa la medicalización: la aceptación,

“… como verdad trivial, de que las personas necesitan atenciones médicas sistemáticas por el simple hecho de nacer, estar recién nacidas, en la infancia, en su climaterio o en edad avanzada”(291).

En el fondo, de la comprensión de que el tratamiento que hacemos de la cuestión salud-enfermedad es una clara manifestación de la negación del cuerpo en la que estamos sumidos, aún en forma de búsqueda del “cuerpo perfecto en una salud perfecta”. Una negación que en este caso se liga a una incapacidad de comprender y asumir la función del dolor. Impotentes ante nuestra finitud y sin el recurso al uso eficaz de los antiguos mitos premodernos, el ser humano contemporáneo trata de ocultar y negar su debilidad y deterioro físicos sacando de su entorno ordinario algunos de los pasajes fundamentales de su vida: nacimiento, dolor, enfermedad y muerte.

Todo el mundo parece admitir ya que estamos llegando demasiado lejos en la explotación de los limitados recursos materiales del planeta. Sin embargo, pocos reparan en que el uso que hacemos de la tecnología y la función médica haya sobrepasado algún umbral:

“Los científicos de la medicina del bienestar han cruzado finalmente la frontera de las patologías y, apoyándose sobre todo en la bioquímica, han decidido ayudarnos a superar los desafíos de nuestra caducidad... facilitarnos la búsqueda de la felicidad y las oportunidades para encontrarla. ¿Podemos pedir más?” (292).

Estamos ante la última buena nueva de la “ciencia médica” que apunta cada vez con menos disimulo hacia la inmortalidad como un objetivo a nuestro alcance.

 

73. Enfermedad y (otra vez) psicologización

Progresivamente, hemos ido sustituyendo los significados mitológico-religiosos del dolor y el sufrimiento por significados médicos, pretendiendo que éstos estaban libres de mistificación. El problema no ha sido el progreso en la búsqueda de causas físicas, bioquímicas, neurológicas o genéticas sino la pretensión de que los fenómenos que se iban descubriendo debían ser la única y última causa del dolor, la enfermedad y hasta del sufrimiento. Así el dolor,

“aislado de los diversos sistemas personales y culturales que anteriormente le daban significado, se suele seguir presentando en la actualidad como un problema entera y únicamente médico... hasta el punto en que fuera y dentro del lenguaje especializado de la medicina, el dolor amenaza convertirse en algo completamente exento de significado... [ya que] a medida que fracasa un tratamiento médico tras otro, el dolor crónico se convierte en una experiencia sobre la cual, más y más, nada hay que decir, nada que esperar, nada que hacer. Queda en puro y horroroso sufrimiento” (293).

Ésta es una de las líneas en las que estamos sumidos a partir de la modernidad, una línea del mecanicismo extremo (“todo trastorno psíquico tiene, no sólo una manifestación física, sino una causa exclusivamente física”). Frente a esta posición lucha lógicamente su opuesta, una posición que Sontag califica como esa “forma sublimada de espiritualismo” que ya hemos mencionado (294).

Desde la emergencia de la modernidad, y la separación “oficial” de cuerpo y mente, naturaleza y cultura, iglesia y estado, etc., hemos pretendido un control inexistente de la situación. Si la enfermedad es un “hecho” –sólo “real” en cuanto que separable, medible, controlable, de una causa específica y concreta–, cualquier explicación no reducida a dichas variables es una manera de “minar tal realidad”. En lugar de ceñirnos al “hecho” volvemos a “escaparnos” buscando la explicación –“quiere decir que; es un símbolo de; debe interpretarse como”–. Sontag en su denuncia señala el origen de esta tendencia:

“Esa realidad ineluctablemente material que es la enfermedad, admite ahora una explicación psicológica. La misma muerte, en última instancia, puede ser vista como un fenómeno psicológico. Refiriéndose a la tuberculosis, Groddeck dice en El libro del Ello: “Sólo morirá aquél que desee morir, aquél para quien la vida es intolerable”. Implícitamente, la promesa de un triunfo provisorio sobre la muerte forma parte del pensamiento psicológico que comienza con Freud y Jung. Una posición que lleva a tratar de aliviar el sentimiento de culpa que puede producir la enfermedad desde el momento en que se tiende a ampliar cada vez más la categoría de las enfermedades mentales (“cualquier forma de desviación social puede ser considerada como una patología que, por lo tanto, no merece castigo sino comprensión y tratamiento médico”), y al mismo tiempo a acrecentar el mismo sentimiento, ya que el paciente es el “causante de su enfermedad, así que bien merecido lo tiene”  (295).

He tratado en el capítulo 32 esa forma de reduccionismo a la que llamamos psicologización, una salida que a veces parece útil para buscar una explicación a los problemas ajenos (cuando se trata de uno mismo, las cosas se complican siempre más). Pero una reducción se alimenta de la otra: desde el encumbramiento de la medicina en el siglo XIX y XX (un encumbramiento que incluyó una gran cantidad de poder no sólo ideológico, también económico y político), se ha pretendido simplificar, reducir cada enfermedad a una causa objetiva u objetivable. Es la fantasía que la industria mediática occidental reproducía cada instante en distintas versiones. Pero para que cualquiera que esté dispuesto a cuestionar los elementos de negación y huida, también resulta obvio –inclusive para los investigadores médicos– que la experiencia humana –por ejemplo el dolor– no puede reducirse a un solo hecho separado:

“Muchas de las mejores clínicas del dolor –lo que es un reflejo de las nuevas direcciones de las investigaciones– aceptan el audaz planteamiento de que el dolor no es una sensación sino una percepción. Esto representa el más absoluto repudio de la noción predominante que ha caracterizado la medicina de los últimos siglos, un modo de concebir el dolor que el público ha aceptado por fe y para interminable confusión. Las sensaciones, como el calor y el frío, requieren poco más que un rudimentario sistema nervioso en funciones. Las percepciones, en cambio, requieren mentes y emociones, además de nervios. Cuando aceptamos que el dolor es una percepción estamos desafiando implícitamente la tradición mecanicista... Los cerebros humanos parecen capaces de producir dolor en ausencia de todo daño en los tejidos. Ese dolor, generalmente de tipo crónico, se llama (entre otros modos menos explícitos) “psicogénico”... ¿es tan difícil imaginar que el mismo cerebro que hace enrojecer el rostro después de una broma grosera, el mismo cerebro que crea no sólo sus propios analgésicos opiáceos sino ese producto infinitamente más desconcertante conocido como pensamiento humano, ese mismo cerebro no sea capaz en ciertas ocasiones de llenar de dolor una mano, un pie o la espalda?”(296).

La dificultad no se encuentra en admitir todo esto, sino en el proceso que implica. Podemos asentir con estas razones en un simple proceso de pensamiento lógico. Pero la cuestión se revelará en su verdadera dimensión cuando inevitablemente nos toque encarar, en cada experiencia propia, la ineludible verdad del sufrimiento.

 

74. “enfermedad como oportunidad”. La dimensión de la escisión humana, o la enfermedad como su condición natural

Con la frase “enfermedad como oportunidad” –un leit motiv de infinidad de artículos y publicaciones de autoayuda y la new age que parece querernos decir “aprovecha tu resfriado o tu esguince de tobillo para descubrir tu deseo oculto, saca rentabilidad a tu dolencia”–, no quiero volver a la psicologización. Tampoco me quiero referir a esos achaques que podemos asumir con facilidad en nuestra cotidianeidad pues no nos afectan más que en ligeras contrariedades. Voy a utilizar un testimonio lleno de rabia a fin de dejar de lado cualquier asomo de frivolidad ya que en ello se encuentra en juego, no un matiz u otro de nuestra vida, sino su sentido desnudo, algo que a veces parece que sólo podemos confrontar mirando cara a cara a la muerte:

“Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. Provengo de una de las mejores familias de la orilla derecha del lago de Zurich, también llamada la Costa Dorada. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Mi familia es bastante degenerada, y probablemente también yo arrastre una notable tara genética y además esté dañado por mi entorno. Por supuesto, también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir. Pero con el cáncer existe una doble relación: por una parte es una enfermedad corporal, de la cual probablemente muera en un futuro no muy lejano, pero que quizá pueda llegar a superar y a sobrevivir; por la otra, el cáncer es una enfermedad del alma de la que sólo puedo decir: es una suerte que finalmente haya hecho eclosión. Quiero decir con ello que de todo lo que he recibido de mi familia en el transcurso de mi existencia poco grata, lo más inteligente que hice jamás fue enfermar de cáncer. No quiero decir con esto que el cáncer sea una enfermedad que a uno le depare muchas alegrías. Pero aunque mi vida jamás se ha destacado por tener mucha alegría, después de una atenta comparación he llegado a la conclusión de que estoy mucho mejor ahora, que estoy enfermo, que antes cuando no lo estaba”.

Así comienza Fritz Zorn (297) el relato de su vida en una anamnesis que la enfermedad le empuja a realizar. Lo mismo que en el testimonio de Wilber, parecen diferenciarse también aquí dolenciay enfermedadal describirse el cáncer como “una enfermedad corporal” y “una enfermedad del alma”. Pero en este caso, no es para pretender que son dos realidades diferentes que exigen dos tratamientos diferentes. Más bien, la realidad corporal del cáncer es la expresión de una realidad latente, y gracias a su manifestación permite su “tratamiento”.

“El déficit de realidad (acumulado durante años de aparente armonía y de engañosos privilegios) trata de librarse del silencio que le fuera impuesto durante la infancia, y al principio no encuentra más que ese lenguaje sumario de la tristeza. Al menos se aproxima a la realidad en la medida en que pone al descubierto la miseria. La psiquiatría tradicional da a este estado el nombre de “depresión” y, cuando el factor que la desencadena se le escapa, añade el adjetivo “endógena”. Podría aprender a expresarse con más claridad si tomara al pie de la letra la biografía de Zorn como anamnesis... ¿Adónde llegaríamos si precisamente el éxito de una vida (a saber: la desaparición del cuerpo humano en aras de las reglas del decoro social) debiera ser considerado por la psicología como una neurosis, como la causa de la enfermedad psíquica?

Una vez terminados sus estudios y después que la depresión se ha condensado en resignaciones, Zorn acude a un terapeuta, que entiende la unidad de cuerpo y alma mucho mejor que los médicos especialistas. El tratamiento comienza a dar resultados (es la primera vez para Zorn que lo que él hace da resultados), pero al principio esos resultados parecen volverse contra él y hasta en la forma más grave, yo diría catastrófica. Al darse cuenta de lo que hay de secretamente destructor en su forma de vida, desencadena la destrucción abierta y amenaza con aniquilar, junto con la ficción, los fundamentos de toda esperanza. Indudablemente, el psicoanálisis aporta la prueba de la indisociable unidad de cuerpo y alma, que una buena educación había ocultado. Pero tomar conciencia de este carácter indisoluble lo lleva ahora a desesperar de la posibilidad de curarse, ya que, en el ínterin, esta unidad se ha colocado bajo el signo de su negación, la negación de toda la existencia. Esa negación tiene el fulminante nombre de “cáncer”.

¿Es ésa la razón de que Zorn, con el diagnóstico en el bolsillo, buscara en el psicoanálisis refugio contra la desesperación? Sin duda, esto se debe más bien al hecho de que el resultado físico, tan limitado como parecía, le daba al alma un alivio suficiente como para que ésta se sintiera capaz de abordar el análisis. “Visto desde fuera” es quizá difícilmente concebible que, de improviso, la palabra cáncer no haya significado para el paciente una condena a muerte, sino, muy por el contrario, una esperanza. Desde el momento en que él lo atacaba abiertamente, el principio enemigo de la vida parecía finalmente dejar su flanco al descubierto. En su voluntad de contraatacar, Zorn podía apoyarse en la psicoterapia. Por primera vez en su vida, este enfermo de las relaciones humanas tenía un enemigo visible; ese enemigo podía constituir entonces el interlocutor ideal, en sustitución de todos los contactos fallidos. Todavía no parecía realmente fatal el hecho de que ese enemigo se le apareciera bajo la forma de su propio cuerpo engañado... El cáncer es una enfermedad entre comillas que, curiosamente, no es una enfermedad, sino una conducta asocial de la norma biológica”.

Para Adolf Muschg, el autor de la introducción al relato de Zorn que estoy reseñando, su caso “debería permitirnos estudiar lo que, según todas las probabilidades, es el cáncer de un individuo: una protesta contra condiciones objetivas que hacen la vida imposible de ser vivida; una señal de muerte que el organismo ya disminuido se da a sí mismo, desarrollando, sólo por sí mismo y finalmente contra sí mismo, un crecimiento compensatorio... Cualquiera que fuese la ulterior acción del cáncer, gracias al conocimiento analítico, Zorn ha arrojado lejos de sí la depresión y la tristeza insondable, y las ha reemplazado por el sufrimiento real... dando muestras de una fuerza y una resistencia que no había puesto en juego hasta ese momento, Zorn se toma la libertad de hacer del tumor mortal adherido a su cuerpo un medio de conocimiento. Ahora yo soy también eso... y morir su muerte significa para él, indefectiblemente, reconocer a los dos, a la muerte y a la vida”.

La comprensión del significado profundo de tal escisión psíquica –más propia de la psicosis que de lo que técnicamente se califica de neurosis–, está en la base de la concepción energética del ser humano. La popularización de cierto lenguaje psicoanalítico ha traído consigo el fenómeno de la psicologización que antes comentaba y, con él, la banalización y la desactivación, como ocurre entonces, de parte de su potencial. Un fenómeno que ya predijo Freud en su primer viaje a los Estados Unidos en compañía de Jung. Sus descubrimientos suponían una amenaza inasimilable por esta sociedad que los ha negado o los ha vaciado de contenidos profundos. Asumir tales descubrimientos implica reconocernos enfermos, arriesgándonos a tener que reconocer a la vez el desvarío de nuestros más exaltados esfuerzos. ¿Cómo podría esto ser aceptado por una cultura tan autocomplaciente como la norteamericana, espejo donde todo Occidente y cada vez más todo el mundo globalizado ansía reconocerse?

“Desde una visión mecanicista, el síntoma neurótico es explícitamente considerado como un cuerpo extraño dentro de un organismo que de otra manera era psíquicamente sano. Este es un punto decisivo. Se decía que una parte de la personalidad no había participado en el desarrollo hacia la madurez y permanecía en una etapa infantil del desarrollo sexual. Esta parte de la personalidad entraba entonces en conflicto con el resto del yo, que la mantenía reprimida… yo sostuve que no hay síntomas neuróticos sin una perturbación del carácter en su conjunto”(298).

En este punto W. Reich, en la tradición psicoanalítica, introduce el “análisis del carácter” y no del síntoma en sí. Pero lo que me interesa destacar aquí es ese punto decisivo. Dicho con otras de sus palabras:

“Ningún individuo neurótico posee potencia orgiástica –la capacidad de abandonarse al fluir de la energía biológica sin ninguna inhibición, la capacidad para descargar completamente toda la excitación sexual contenida, mediante contracciones placenteras involuntarias del cuerpo–; el corolario de este hecho es que la vasta mayoría de los humanos sufre una neurosis de carácter”(299).

Y aquí volvemos al nexo que une lo psíquico y lo físico, el sentido del nivel energético al que estoy comenzando a referirme, un nivel que no puede ser considerado de manera realista sin considerar el alcance del descubrimiento del inconsciente y el papel de los mecanismos de defensa del ser humano escindido.

“En cierto modo, el inconsciente es el locus de todas las formas en que me he mentido a mí mismo. Tal vez haya comenzado a mentirme a causa de algún trauma, quizás lo haya aprendido de mis padres y hasta es posible que se trate de un mecanismo de defensa ante una verdad muy dolorosa. En cualquiera de los casos, sin embargo, mi inconsciente es el locus de mi insinceridad, de mi falta de veracidad conmigo mismo, de mi falta de franqueza con respecto a mi profundidad subjetiva, a mi estatus interior, a mis deseos y a mis intenciones profundas”(300).

Pero esto no significa que está en mano de mi decisión consciente salir de esa mentira –por eso es precisamente inconsciente–. Esa mentira se halla estructurada energéticamente y expresada en forma de carácter, con la función de mantener cierto equilibrio que haga viable mi existencia. Aunque yo quiera liberarme del estado mentiroso, mis prioridades de supervivencia actual lo van a evitar. Ningún ser humano está libre de tal escisión, de mayor o menor gravedad pero de la misma naturaleza fundamental. Y no me refiero a una cuestión teórica. Tarde o temprano cada uno de nosotros tendrá que encarar esa situación en la que la enfermedad y la muerte nos colocarán de su lado. En ese momento, puede que estemos preparados o no para afrontar su rotunda e inapelable verdad. De hecho, ésa es la situación habitual con la que se encuentran tantas personas cada día –“¿le diremos que es un cáncer?”–, o en el caso de que lo sepamos y asumamos, ¿estaremos en condiciones de algún tipo de elección, o no habrá más alternativa que la del poder biomédico que, como las antiguas entidades sacerdotales omnipotentes y omnipresentes, nos presionará para seguir sus dictados y sus ritos, su inevitable intervención tecnológica?

Basta que movamos un punto nuestra consideración y asumamos como enferma nuestra naturaleza como seres humanos, para que el concepto terapia –cuidado, ayuda– pueda entrar entre lo digno de ser planteado.

“Cada descubrimiento de un contexto nuevo y de significado más profundo supone el descubrimiento de una nueva terapia, es decir: debemos cambiar nuestras perspectivas, profundizar nuestra percepción, a menudo a pesar de una gran resistencia, para abarcar el contexto más amplio y profundo. El yo está situado en contextos dentro de contextos dentro de contextos, y cada cambio de contexto es a menudo un doloroso proceso de crecimiento, de muerte a un contexto superficial y de renacimiento a otro más profundo”(301).

 


NOTAS

(269) Gracia y coraje en la vida y la muerte de Treya Killam Wilber, 1991. Ed. Gaia 1995.

(270) Ídem.

(271) Susan Sontag 1977. La enfermedad y sus metáforas. Ed. Taurus 1996.

(272) Ídem.

(273) Cuestionar y rebatir cada uno de estos emparejamientos no requiere ni una profunda reflexión filosófica ni unos conocimientos especializados. En cuanto a la eficacia de la medicina moderna, me remito al estudio mencionado de Ivan Illich, pero no hay más que mirar la constante necesidad de manipulación estadística a que se aplican sus ideólogos y políticos para considerarla más que cuestionable –como citaremos más adelante en el caso del cáncer–. En cuanto a la “simplicidad” e “ineficacia” de la medicina premoderna, en primer lugar hay que hablar de ella en plural, como “medicinas premodernas”, como una gran variedad de desarrollos paralelos históricamente relacionados con las diferentes civilizaciones. En el caso de Occidente, el dominio del actual sistema biomédico sigue conviviendo con otros que han resultado descartados del sistema dominante, pero que mantienen su desarrollo marginal y deben ser asumidas, como “medicinas complementarias”(con los casos de la homeopatía, los distintos enfoques naturistas no pasteurianos, etc.). Estos sistemas no se distinguen tanto de la biomédica oficial por su falta de complejidad o eficacia, sino por sus concepciones –y por lo tanto desarrollos– de base, compatibles hoy con una mirada moderna –aunque no lo fueran en su origen–.

Es particularmente elocuente el caso de la llamada “Medicina Tradicional China” que, tras ser descartada como “reducto feudal” en los primeros años que siguieron a la revolución maoísta, fue inmediatamente incorporada a su sistema oficial, entre otras cosas porque permitía una aplicación infinitamente más asequible a la realidad económica y social de aquellas circunstancias. Este sistema médico, como muchos otros, tiene hoy el reconocimiento de la OMS, y las facultades de medicina tradicional tienen en China un rango oficial. Ted J. Kaptchuck menciona en su Medicina China, una trama sin tejedor un estudio típico llevado a cabo con seis pacientes que padecían úlceras pépticas según el diagnóstico en base a rayos X y endoscopia. El diagnóstico –y por consiguiente el tratamiento– de estos seis mismos pacientes según la medicina tradicional china llevó a seis situaciones que nada tenían en común. Y explica Kaptchuk: “La diferencia entre las dos medicinas es mayor que la que se da entre sus lenguajes descriptivos. La estructura lógica misma que subyace a la metodología, las operaciones mentales que guían las intuiciones clínicas de los médicos y su juicio crítico, difieren radicalmente en ambas tradiciones. Lo que Michel Foucault dice acerca de la percepción médica en diferentes períodos históricos se podría aplicar a estas dos diferentes tradiciones: “No solamente los nombres de las enfermedades, no solamente la agrupación de sistemas no eran iguales; sino que los códigos de percepción fundamentales que se aplicaban a los cuerpos de los pacientes, el campo de los objetos a los que se dirige la propia observación, las superficies y profundidades que recorre la mirada del doctor, la totalidad del sistema de orientación de su observación variaba”. M. Foucault, op. cit. Volveremos sobre estos asuntos en el capítulo 74 (pág. 224 ss.) al tratar el caso de la medicina china.

(274) La cultura del dolor, 1991. Ed. Andrés de Bello 1994.

(275) Obviamente, lo religioso vuelve con ímpetu a ocupar el vacío que ahí se crea, pero errando en lo fundamental: que es la propia concepción del dolor y la enfermedad, y la manera en que los encaramos, lo que establece las condiciones de la búsqueda de sentido en relación a este aspecto de la vida.

(276) David Morris, op. cit.

(277) Volvemos a los temas tratados en el área 1 en relación a la identidad. Mientras tanto, cualquier posibilidad de avance tecnológico para la intervención sobre el cuerpo es recibida con la complacencia general simplemente porque la religión indiscutible de este tiempo se llama “Ciencia”, y ésta se confunde con las posibilidades tecnológicas (de ahí que estemos abocados a un frenesí de experimentos tecno-biológicos sin dar mayor importancia a sus implicaciones psíquicas). Una tecnología sin con-ciencia no debe ser considerada “científica”. Su imperio no es sino la expresión del grado de escisión que impera en los ámbitos donde se toman las decisiones en este sentido.

(278) Ivan Illich 1975. Némesis médica…

(279) En honor a la verdad, hay que decir que esta asignación de pasividad no es exclusiva de la medicina moderna. Cualquier sistema médico tiende a crear esta figura paciente/pasiva cuando se asigna al médico/sanador un posición aristocrática o de casta superior (prueba de ello es la muestra que la reciente película de Pan Nalin Ayurveda, 2001, hace de tal relación (ver http://www.baoyitaichi.com/castellano/agua/foro/ayurveda/ayurveda.htm.).

(280) Una epidemia que arrasó a la población india de Nueva Inglaterra despejando una extensión de 330 millas a la redonda y que enseguida fue considerada por John Winthrop, el primer gobernador de la Massachusetts Bay Company, como el signo celestial de la supremacía blanca donde “tendría principio la construcción de la utopía teologal, La Ciudad sobre la Colina”. Vicente Verdú 1996. El planeta americano. Ed. Anagrama.

(281) Ivan Illich, Némesis

(282) Una situación de la que he sido testigo en los años 80 en Guinea Ecuatorial: la familia completa acompañando al enfermo en el hospital justamente porque en ese momento crítico el enfermo necesita mayor apoyo que en ningún otro. Lógicamente esta condición sería impracticable en el modelo hospitalario de las sociedades ricas, pero nos dice algo del sentido del hospital para una sociedad distinta (las familias gitanas siguen resistiendo al aislamiento a que son sometidos sus miembros al ser hospitalizados…).

(283) Ivan Illich, Némesis...

(284) Ídem.

(285) Ken Wilber, Gracia y Coraje…

(286) Ivan Illich, Némesis

(287) Ídem.

(288) Extraigo la cita de la crónica de Víctor Gómez Pin del XX Congreso Mundial de Filosofía celebrado en Boston este mismo año y que atribuye al filósofo chino y profesor en Harvard Tu Wey-Ming. Diario El País 15 de Agosto de 1998.

(289) Ivan Illich, Némesis

(290) Ídem. Aquí es pertinente la crítica que el propio Illich realiza de esta disyuntiva como he señalado en el capítulo 69 (pág. 214 ss.). Si la señalo aquí es también para facilitar el entendimiento de su proceso que hay que reformular en los últimos años del siglo XX.

(291) Ídem.

(292) Luis Rojas Marcos, 1998. Medicina de la felicidad, suplemento dominical del diario El País. Los artículos dedicados a los últimos avances en la biomédica son una constante de diarios e informativos.

(293) David Morris, op. cit.

(294) El capítulo 31 del área 1 (página 117 ss. y, en particular, la cita de Sontag de la pág. 124).

(295) Susan Sontag 1977, op. cit. Es inevitable, en esta última referencia a Sontag, mirar hacia su caso después de la información de que disponemos tras su muerte en 2004, tras el testimonio de su hijo (David Rieff, Swimming in a Sea of Death). Se le diagnosticó un cáncer de mama en 1975 cuando tenía 42 años, tras el que escribió la obra que hemos mencionado. En 1990, un cáncer de útero y, finalmente un síndrome mielodisplástico, una variante grave de leucemia, que la llevó a la muerte. “Creía en su voluntad y, por grandilocuente que parezca, en su estrella. Mi madre llegó a imbuirse de un profundo sentido de ser la excepción a toda regla”, cuenta su hijo. “Durante los nueve meses anteriores al salto final fue a por todas: hizo lo imposible por curarse de una enfermedad que en este punto era ya incurable. Experimentó un sufrimiento mental y físico horrible antes y después de un trasplante de medula ósea que, como era de esperar, no dio resultado: hospitalizaciones recurrentes, infecciones graves, cambios de humor y arrebatos de confusión, todo ello salpicado de búsquedas desesperadas en Internet para dar con más y mejores Tratamientos. Nunca reconoció que se estaba muriendo” (Abigail Zuger, Susan Sontag: 30 años de resistencia,en El País del 9 de febrero de 2008). Y vuelve su hijo: “Lo que quería de mí era que negara tajantemente la mera posibilidad de que tal vez no sobreviviría, aunque estuviera cubierta de llagas, con incontinencia y medio delirando”. ¿No nos transparenta esta actitud negadora un trasfondo “psicológico” evidente?

(296) David Morris, La cultura… Es el mismo lugar al que nos conducía las observaciones de Antonio Damasio (ver nota 39 en la pág. 65, en La autonomía del ámbito emocional).

(297) Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte. Anagrama 1991.

(298) W. Reich, La función del orgasmo.

(299) Ídem.

(300) Una versión francamente dulce de la naturaleza de la escisión neurótica. Ken Wilber, Breve historia de todas las cosas.

(301) Wilber, Sexo...

 

 

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