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XIV. La implantación de la medicina moderna
(ensayo sobre la historia de la medicina europea)

 

“La medicina moderna ha fijado su fecha de nacimiento hacia los últimos años del siglo XVIII. Cuando reflexiona sobre sí misma, identifica el origen de su positividad a una vuelta, más allá de toda teoría, a la modestia eficaz de lo percibido. De hecho, este supuesto empirismo no descansa en un nuevo descubrimiento de los valores absolutos de lo visible, ni en el abandono resuelto de los sistemas y de sus quimeras, sino en una reorganización de este espacio manifiesto y secreto que se abrió cuando una mirada milenaria se detuvo en el sufrimiento de los hombres. El rejuvenecimiento de la percepción médica, la viva iluminación de los colores y de las cosas bajo la mirada de los primeros clínicos no es, sin embargo, un mito; a principios del siglo XIX, los médicos describieron lo que, durante siglos, había permanecido por debajo del umbral de lo visible y de lo enunciable; pero no es que ellos se pusieran de nuevo a percibir después de haber especulado durante mucho tiempo, o a escuchar a la razón más que a la imaginación; es que la relación de lo visible con lo invisible, necesaria a todo saber concreto, ha cambiado de estructura y hace aparecer bajo la mirada y en el lenguaje lo que estaba más acá y más allá de su dominio. Entre las palabras y las cosas se ha trabado una nueva alianza, que hace ver y decir, y a veces en un discurso tan realmente “ingenuo” que parece situarse en un nivel más arcaico de racionalidad, como si se tratara de un regreso a una mirada al fin matinal…
La mirada no es ya reductora, sino fundadora del individuo en su calidad irreductible. Y por eso se hace posible organizar alrededor de él un lenguaje racional. El objeto del discurso puede bien ser así un sujeto, sin que las figuras de la objetividad, sean, por ello mismo, modificadas. Esta reorganización formal y de profundidad, más que el abandono de las teorías y de los viejos sistemas, es la que ha abierto la posibilidad de una experiencia clínica; ha retirado el viejo entredicho aristotélico: se podrá al fin hacer sobre el individuo un discurso de estructura científica”.

Michel Foucault (239)

 

65. Primeros apuntes históricos, Europa hasta el siglo XVII: Protección, depuración, consolidación
66. Los tiempos modernos: evacuación y resistencia, inmunidad y energía
67. La eclosión de la energética europea
68. Las sucesivas olas en la formación de la psicología profunda europea
69. Del siglo XX al XXI: de la sociedad medicalizada a la obsesión por la salud perfecta, y más allá

 

Hoy, cuando desde dentro de las instituciones médicas oficiales se oyen voces de crisis –“crisis de crecimiento”, “crisis de modelos”, “crisis de viabilidad”– nadie en Occidente (y a estos efectos Occidente significa ya todo el planeta), cuestiona la hegemonía del modelo científico aplicado a la medicina. Las batallas que se desarrollaron a finales del siglo XVIII en Europa, alrededor de la implantación de las nuevas doctrinas médicas, en Academias y Universidades oficiales a lo largo de los dos últimos siglos; la pretensión de los “perdedores” –románticos, homeópatas, naturistas u holistas de cualquier signo– de reivindicar sus sistemas como “alternativos” a las doctrinas emergentes que aún vivieron su último florecer en la segunda mitad del pasado siglo, ha pasado a un discreto reconocimiento del carácter “complementario” de sus propuestas. Quien se asume complementario reconoce explícitamente la naturaleza de lo que considera “primordial” o fundamental, y se coloca a su sombra para paliar sus carencias. Quizá por eso estamos ya en condiciones de manifestarnos abiertamente sobre las crisis de la medicina moderna sin ser considerados enemigos de la misma o ingenuos y pre-científicos (240). Cada vez hay más voces autorizadas entre los investigadores y los clínicos médicos de las distintas especialidades que no sólo ponen en tela de juicio las decisiones puntuales condicionadas por intereses ajenos a la medicina (¿quién no reconoce hoy el lastre perverso de las corporaciones farmacéuticas, etc.?). Lo que se cuestionan son algunos de sus principios rectores que llevan a la investigación y a la práctica clínica a verdaderos callejones sin salida (241). Como ocurre frecuentemente, esta capacidad de cuestionamiento es expresión de fortaleza, no de debilidad y, en este caso, de una hegemonía incuestionable.

Como decía Foucault en la cita que abre este apartado, su “empirismo no descansa en un nuevo descubrimiento de los valores absolutos de lo visible, ni en el abandono resuelto de los sistemas y de sus quimeras, sino en una reorganización de este espacio manifiesto y secreto que se abrió cuando una mirada milenaria se detuvo en el sufrimiento de los hombres”. Esto es, no estamos hablando de sistemas o valores absolutos en el sentido en que éstos suelen ser descritos (los tópicos de “la sabiduría tradicional frente al materialismo rampante”en sus variadas versiones), sino de la “mirada milenaria” del hombre frente al sufrimiento humano, que ha dado un nuevo paso. Este nuevo paso permite –o debería permitir– dejar atrás algunos de los límites de las miradas anteriores, abrir un nuevo espacio de comprensión, reflexión, intervención e integración de modelos anteriores.

Esto no significa que algunas de las viejas limitaciones no se introdujeran en los nuevos modelos, que no sustituyéramos viejos mitos por otros nuevos en una ilusa pretensión de superación de todos los males del pasado. Ahí se sitúa el cientifismo, la pretensión de que la investigación científica por sí misma resolverá todos nuestros problemas existenciales. O las formas de reduccionismo propias los nuevos tiempos (todas las visiones que reducen al hombre a la pura máquina, etc.). Tampoco significa que otros nuevos problemas y desafíos no se vayan a presentar en nuestro horizonte.

Comprobar la complejidad y la gran cantidad de fenómenos indeseables que ha desencadenado este proceso, las crisis y peligros a las que nos vemos abocados nos llevan con frecuencia al aturdimiento y la parálisis. De ahí a la creación de todas las mitologías que desencadenó la revolución industrial hay un pequeño paso que se ha dado infinidad de veces (242).

 

65. Primeros apuntes históricos: Europa hasta el siglo XVII.
Protección, depuración y consolidación

Quizá sea de algún provecho señalar algunos aspectos de nuestra historia reciente (desde la Edad Media hasta la transición a la Modernidad en primer lugar) para arrojar luz en la comprensión de lo que estamos tratando: lo que supone la irrupción de tal Modernidad por un lado –en sus consecuencias en nuestro trato con la enfermedad y la salud–, y la posibilidad de cotejar nuestra tradición con otras a las que hoy tenemos acceso.

No nos resulta fácil imaginar la vida en la Europa de la Edad Media, pero con el riesgo de la simplificación, parece que la población era escasa, que la vida de la mayoría no traspasaba las tres décadas, y que la presencia de la muerte era tan abrumadora que su relación con ella (vida, enfermedad, muerte) distaba bastante de la nuestra. Alrededor del siglo XIII, la enfermedad no tiene el carácter específico al que hemos sido acostumbrados: los ataques que provienen de la naturaleza se confunden con fuerzas de origen oculto o divino, y cualquiera de estos ataques nos acerca irremisiblemente a la muerte. Resumiendo, podría decirse que la gente no pretendía “curarse”, sino protegerse de un mal inespecífico. La enfermedad que mejor puede caracterizar esta época es la lepra. Una enfermedad que hace al enfermo equivalente al cadáver (se calcula que en 1225 había 19.000 leproserías en Europa). La peste negra que, provinente de Asia, entre 1346 y 1350 aniquiló a la cuarta parte de la población Europea (20 de los 80 millones de habitantes que se estiman) sólo puede ser interpretada como azote divino. Y de muchos de los supervivientes, podría decirse que al que no mate el hambre, lo mataría la guerra.

¿Alrededor de qué criterios se puede articular en una situación semejante una idea de “salud”? Criterios de protección mágica y de pureza. Las piedras y metales preciosos y, muy en particular, objetos con un poder otorgado por fuerzas divinas: las reliquias de santos capaces de transformar los elementos de descomposición en sus opuestos (243). Protegerse y preservarse del Mal era lo fundamental, lo único a lo que la mayoría podía aspirar.

Los que, desde los monasterios o los palacios, tratan de construir teorías y prácticas ajustadas a los conocimientos del momento para encarar la enfermedad, se soportan hasta el siglo XVII en la medicina hipocrática (de la Grecia clásica, siglo V a. C.) y galénica (Roma, siglo II d. C.). La medicina hipocrático-galénica es la “medicina de los humores”. Los humores son “fluidos esenciales” en relación con “los cuatro elementos constituyentes del Universo”, llamados sangre (o fuente de la vitalidad, asociada al elemento aire, la primavera y el hígado), bilis amarilla o cólera (que permite la digestión y asimilación de los alimentos, asociada al fuego, el verano y la vesícula biliar), flema (que comprende todas las secreciones incoloras encargadas de lubricar y refrigerar, y asociada al agua, el invierno y los pulmones), y bilis negra o melancolía (relativa a la tierra, el otoño y el bazo). Este último humor “no se encuentra en estado puro”, pero es el responsable de oscurecer los otros humores (sangre, piel o heces nauseabundas…).

En el medioevo europeo, las condiciones de vida y de muerte, de salud y de enfermedad de nuestros antepasados; el tipo de enfermedades y la forma de encararlas; y la existencia del marco humoral que daba coherencia a las intervenciones posibles o deseables, generan a su vez unas características o marcas propias a la conciencia y el comportamiento. Estos elementos y algunos otros (el tipo de relaciones sociales ligadas a las sociedades feudales, los sistemas religiosos, etc.), generan estas marcas donde podemos incluir la búsqueda de protectores mágicos, la radical segregación de los sanos/vivos de los enfermos/muertos y la exaltación de la pureza, que llevarán a poner el acento de la preocupación por la salud en dos criterios dominantes: la depuración y la consolidación.

En cuanto a la “depuración”, dieta y frugalidad (con constantes sangrías aplicadas como remedio universal, además de todo tipo de ritos de purificación). Para la “consolidación”, sobrealimentación como la mejor defensa de los que podían permitírsela: cuerpos macizos y pesados como garantía de protección frente al Mal. Se puede comprender también la función muy particular que las especias, los vinos y los licores adquieren en este contexto. Cada especia, como en las tradiciones orientales, tiene una función específica y casi milagrosa en relación a un humor, actuando sobre el espíritu de su órgano, lo mismo que los vinos y licores que, además, se toman como elixires de inmortalidad.

La forma en que se genera la sensibilidad con respecto a la pureza del aire o el agua en esta época está relacionada casi exclusivamente con el olfato (de ahí que los perfumes también adquieran un valor extraordinario ligado a la protección de la vida). Baste un ejemplo para hacernos una idea del concepto de protección en relación al ataque de la peste:

“... las personas más fácilmente afectadas son aquellas cuya piel y órganos están invadidos por la humedad, aquellas en quienes el exceso de humores ha favorecido las úlceras, en quienes la fatiga, la transpiración o el calor han distendido los poros. Así, varios comportamientos se revelan súbitamente amenazantes: el ejercicio que “calienta y abre los poros del cuerpo”, el calor “que abre demasiado los conductos del cuerpo”, los baños o el abandono “demasiado frecuente al placer sensual que debilita la virtud natural”, ya que el aire pestilente podría infiltrarse en los órganos e infectar todos los humores” (244).

 

66. Los tiempos modernos: evacuación y resistencia, inmunidad y energía

Como muchos han señalado, cada época histórica podría definirse en base a la emergencia de un nuevo tipo de enfermedad que, incluso sin ser determinante de la causa de muerte para una mayoría, resulta suficientemente significativa a la hora de modelar las actitudes fundamentales frente a la salud. Tras la lepra y la peste, cargadas de su propias connotaciones, aparece la sífilis en el siglo XVI europeo. Para empezar, su transmisión es mucho más específica, a través del contagio venéreo, y no“a través del aire o el contacto olfativo o visual”, como se consideró en un principio.

Por supuesto, con ella permanecen las explicaciones esotéricas –la venganza divina...–, y los venéreos vienen a ocupar el lugar de los leprosos. Pero al mismo tiempo, y unido a una limitación de los nacimientos y al aumento de la esperanza de vida, comienzan a avanzar los estudios anatómicos. Y con ellos, una mayor sensibilización de las élites hacia los principios mecánicos sustentados en principios de causa-efecto.

Auque los médicos deben seguir siendo astrólogos, comienzan ya a construir “analogías mecánicas” en base a modelos como los alambiques o los sistemas hidráulicos. Estos modelos serán dominantes en los sistemas médicos europeos a partir del siglo XVII, tras el descubrimiento de la mecánica circulatoria sanguínea y linfática. Poco a poco, el cuerpo va dejando de estar sometido exclusiva y misteriosamente a las fuerzas cósmicas como su microcosmos, y crece la idea de la máquina autónoma que puede ser sometida a acciones mucho más directas sobre funciones de cuyo funcionamiento se tiene mejor noticia (245).

Entre las preocupaciones concernientes al mantenimiento de la salud, la reina del siglo XVII es la evacuación: a los purgantes y las sangrías se suman las transpiraciones, las expectoraciones y los vómitos. Este modelo se convierte a su vez en una propuesta moral: “Habiendo así preparado y recogido los humores pecaminosos de vuestra conciencia, detestadlos y rechazadlos con toda contrición y desagrado que vuestro corazón pueda soportar” (246). Es también una época en que se extiende el consumo de los productos exóticos de origen americano: azúcar, café, té y tabaco, que se toman como medicinas: “Cuando estamos dominados por humores melancólicos, el vapor del tabaco reaviva nuestro espíritu”, o “… llega el café, serio y sano licor que cura el estómago, aviva el genio y alegra el espíritu sin enloquecer” (247).

El siglo XVIII está marcado por la lucha contra otra enfermedad emblemática: la viruela. La forma en que se encara marcará toda la política preventiva desde entonces hasta nuestros días en torno a la cuestión de la inmunidad. Considerar que puede ser aceptable el hecho de inocular en un cuerpo sano un producto generado por un enfermo, implica un cambio en la imagen del cuerpo: éste está provisto de unos órganos con una capacidad para adaptarse a la adversidad y resistir. Antes, ya se utilizaban venenos con la intención de anular un veneno con otro, pero con la inoculación se introduce un mal específico de la enfermedad que se quiere vencer. Este concepto es nuevo en Europa y se encuentra con la resistencia de los médicos y los eclesiásticos en primer lugar, que salen “en defensa de la ciencia, contra la ilusión y el empirismo” (!).

Contra los que son partidarios de inocular la viruela, estos detractores argumentan que:

“… sólo una descomposición puede explicarla, y sólo la depuración y la ausencia de contacto puede evitar su difusión… a pesar de todas las categorías que distinguen supuestamente los distintos grupos, la enfermedad sigue siendo única y multiforme, una manifestación cambiante cuyo núcleo central se reduce al episodio sombrío e inagotable de la descomposición” (248).

La única defensa de los inoculadores no proviene de construir una nueva analogía que sustituya a la anterior: “simplemente funciona”, arguyen, y gracias a ellos comienzan a establecerse los primeros protocolos de experimentación clínica a partir de 1725.

El desarrollo de instituciones públicas facilita este proceso (los hospitales hasta el siglo XVIII eran más asilos/cárceles que lugares donde se trataban de aplicar remedios curativos), y la progresiva decantación de los poderes públicos hacia las nuevas prácticas, sobre todo desde y bajo la influencia de los ideales de la revolución francesa pone las bases de la medicina tal como se concibe actualmente:

“Los años que preceden y siguen inmediatamente a la Revolución vieron nacer dos grandes mitos, cuyos temas y polaridades son opuestos; el mito de una profesión médica nacionalizada, organizada a la manera del clero e investida, en el nivel de la salud y del cuerpo, de poderes parecidos a los que éste ejerce sobre las almas; y el mito de una desaparición social de la enfermedad en una sociedad sin trastornos y sin pasiones, devueltos a su salud de origen. La contradicción manifiesta de las dos temáticas no debe engañar: una y otra de estas figuras oníricas expresan como en blanco y negro el mismo diseño de la experiencia médica. Los dos sueños son isomorfos, el uno llamando de una manera positiva a la medicalización rigurosa, militante y dogmática de la sociedad, por una conversión casi religiosa, y a la implantación de un clero de la terapéutica; la otra llamando a esta misma medicalización, pero de un modo triunfante y negativo, es decir, la volatilización de la enfermedad en un medio corregido, organizado y vigilado sin cesar, en el cual la medicina desaparecería al fin con su objeto y su razón de ser” (249).

Pero antes de continuar, conviene decir algo sobre el declive de las concepciones humorales. Este declive coincide con el descubrimiento y la divulgación de la energía eléctrica. Tal descubrimiento –que al comienzo trata de ser aplicado literalmente (descargas eléctricas para hacer caminar a paralíticos o para resucitar a los muertos)–, establece otro cambio fundamental en el enfoque de la mirada sobre el cuerpo: los humores no lo explican todo, hay que fijarse ahora en las partes más sólidas –las fibras y los tejidos–, pasando a ser éstos las nuevas unidades anatómicas: “la fibra es a la fisiología lo que la línea es a las matemáticas”(250).

Los grabados anatómicos de finales del siglo XVII están constituidos por una serie de hoyos y cavidades para contener los humores. Los del siglo siguiente, por una serie de texturas y filamentos. Cada vez hay una mayor resistencia a considerar el movimiento como una emanación de los líquidos humorales… hasta llegar finalmente a un tipo de movimientos más sutiles: las “e-mociones”(etimológicamente, “movimientos energéticos”).

El modelo tradicional tiende a debilitarse, y a finales de siglo XVIII ya se admite que “estamos enfermos cuando nuestras funciones se perturban o cuando se destruye la energía, el tono muscular de alguna de nuestras partes” (251). Desde esta concepción, irrumpe ante nuestra vista el más sutil e importante de los sistemas: el sistema nervioso, llegándose a afirmaciones como la de que el cuerpo no es más que “un gran nervio”, o que

“… en realidad, todas las enfermedades no son más que enfermedades nerviosas, puesto que frecuentemente están ocasionadas, y siempre van acompañadas, por alguna alteración de las funciones del sistema nervioso” (252).

Si observamos esta evolución como un continuo, podemos considerar que los esfuerzos de los europeos cultos por comprender el funcionamiento interno del cuerpo y la enfermedad se va produciendo a la vez que –y, tal vez, a causa de– un proceso de diferenciación interna que apunta o refleja el desarrollo de una conciencia de autonomía individual cada vez mayor. No sólo se van descubriendo con mayor precisión las unidades funcionales del cuerpo, o el origen de muchas enfermedades con tratamientos eficaces contra ellas. Estas circunstancias vienen asociadas al nacimiento de una conciencia en transformación de “lo que el cuerpo es”, que es otra manera de decir lo que “yo soy” (253)).

Y en estos procesos llenos de vicisitudes, luchas y descubrimientos sorprendentes, se produce el choque inevitable entre los modelos analógicos vigentes hasta el momento (254), y el desarrollo del potencial analítico que, en su implantación y hegemonía han traído como resultado el triunfo incuestionable de la medicina moderna (la nueva mirada a la que aludía Foucault en la cita que inicia este ensayo:

“…es que la relación de lo visible con lo invisible, necesaria a todo saber concreto, ha cambiado de estructura y hace aparecer bajo la mirada y en el lenguaje lo que estaba más acá y más allá de su dominio. Entre las palabras y las cosas, se ha trabado una nueva alianza, que hace ver y decir, y a veces en un discurso tan realmente “ingenuo” que parece situarse en un nivel más arcaico de racionalidad, como si se tratara de un regreso a una mirada al fin matinal… La mirada no es ya reductora, sino fundadora del individuo en su calidad irreductible” –las negritas son mías–.).

Que este proceso haya traído en su lógica interna, doscientos años después, el proyecto de creación de un cuerpo sustitutorio, el último proyecto de inmortalidad en el que la ingeniería médica se haya actualmente enfrascada, es algo que, con su carácter inquietante, no debe hacernos perder esa perspectiva.

 

67. La eclosión de la energética europea

No podemos pasar por alto aquí algo que bien puede llamarse “la eclosión de la energética europea” entre finales del siglo XVIII y principios del XIX (255). Ya hemos apuntado que el sistema humoral es rápidamente sustituido por un sistema de fibras y nervios, algo que bien puede también denominarse “sistema energético” (“estos supuestos humores no son más que irritaciones de las fibras” se escribe en la Enciclopedia francesa de 1780). Por otra parte, la importancia que se otorga al sistema nervioso viene asociada a la conciencia emergente de la importancia del mundo de los sentimientos, aun dentro del estudio de los órganos: “los órganos más vulnerables de cada persona están más directamente afectados por la emoción y la sensibilidad”, se afirma ya. De ahí al “descubrimiento del magnetismo animal”, y al intento de tratar el conjunto de los males humanos a través del control y manipulación de tal magnetismo, hay un paso. Y este paso se da en aquellos años.

Estos descubrimientos que convulsionaron aquel cambio de siglo, fueron a su vez conformando una nueva elite médica que, desde la revolución francesa y como hemos señalado, es concebida como parte indispensable del nuevo Estado que tiene en los programas de salud (como en el proyecto de alfabetización y educación de las masas) uno de sus pilares incuestionables, hasta el día de hoy. Por primera vez en la historia, estos programas incumben al Estado y, potencialmente, a toda la población.

El “magnetismo animal” de Mesmer y Puységur es rechazado por la Academia Médica francesa (256), que deja el camino abierto a la hipnosis clínica (una derivación que rechaza el énfasis que el magnetismo ponía en la autonomía del enfermo según de los críticos de esta sustitución (257)) y ésta, ya en los albores del siglo XX, al nacimiento del psicoanálisis. La ruptura de los rígidos corsés que han sujeto una parte de la creatividad europea en estos años, propicia el ascenso imparable de la ciencia tal como hoy podemos concebirla. Al mismo tiempo fenómenos que anteriormente sólo se interpretan en términos religiosos y con el único arbitrio de las autoridades religiosas, ahora buscan un nuevo lenguaje para ser interpretados, bajo la tutela de las autoridades médicas. Todo ello en una atmósfera que raya el delirio mesiánico:

“… en el espíritu de las elites, los progresos esperados rozaban una especie de mundo maravilloso. Los prodigios, los milagros de la ciencia hacían creer que los límites normales de los medios humanos y de las posibilidades de exploración de la razón humana estaban a punto de ser superados, hasta el punto de que lo imposible parecía hacerse posible” (258).

Es en el seno de estas nuevas elites donde se produce la lucha de modelos y el rechazo o la aceptación de unos y otros. Aunque podemos rastrear el origen del “magnetismo animal” muy atrás hasta el trance chamánico, su eclosión a lo largo del siglo XVIII se produce en medio de aquella atmósfera ilustrada. El hecho es que “hombres de las Luces” y no “meros charlatanes” insertaron en

“el espacio de una naturaleza científicamente comprendida unos fenómenos paranormales (“trance lúcido”, “telepatía”…) que hasta entonces pertenecían al dominio de lo legendario, sea en el terreno de la religión o bien en el de las supersticiones. [Puységur] es un hombre de la Ilustración que piensa y actúa en términos racionales, preocupado por el deseo de hacer progresar las ciencias, y no un iluminado” (259).

El uso que se hace de estos descubrimientos y de las controversias que generan provoca a su vez la reacción de un racionalismo reduccionista.

“La medicina del siglo XIX no se privó de asimilar los efectos del magnetismo a recaídas en formas anteriores de éxtasis, de las posesiones y de los delirios místicos. En su positivismo clínico puso en acción todos sus medios de defensa y de ataque, particularmente la aplicación al magnetismo de los instrumentos de un reduccionismo militante y, finalmente, los procedimientos de la negación: todo esto, se repitió de manera incansable, no son más que fantasías imaginarias o manifestaciones de patología mental. Una reacción que remitía de hecho a la nueva fundamentación teórica de la medicina... en la medida en que perdía de vista la figura del paciente para privilegiar una mirada completamente orientada hacia los signos clínicos que presenta el sujeto enfermo, esta medicina triunfante llegó enseguida a no saber ya reconocer en toda singularidad individual o colectiva más que expresiones de las diversas patologías” (260).

O como señala Foucault, “para conocer la verdad del hecho patológico, el médico debe abstraerse del enfermo” (261).

Pero, como siempre, se trata de procesos inmersos en contradicciones de los que, finalmente, es posible deducir la emergencia de nuevos elementos que ya no podrán ser desdeñados en la consideración del ser humano, no ya por parte de las elites que dictan los cánones de lo que debe ser socialmente aceptado o no, sino de sectores cada vez más importantes de la población occidental.

Podemos decir que, coincidiendo con el triunfo del modelo que representa la medicina moderna, hace poco más de cien años, se produce al mismo tiempo, como en los pliegues de su propio vestido, la irrupción del inconsciente con su propia ley (ni sus detractores más furibundos pueden hablar desde entonces como si no existiera). Este solapamiento de fenómenos –eclosión energética, implantación de los nuevos modelos científicos en la medicina, nacimiento del psicoanálisis…– se produce en el interior de una crisis sin precedentes que atraviesa la primera mitad del siglo XX europeo con sus dos guerras mundiales. Esta crisis que, entre otras cosas, desplaza el poder imperial de alcance mundial de las potencias europeas vigente desde el siglo XVI a una nación nueva surgida de la emigración a un nuevo continente –los EE. UU. de América– es la partera inmediata de los fenómenos en los que nos hemos visto envueltos los nacidos en la segunda mitad de aquel siglo. Merece que nos detengamos algo más en la exploración de algunos de sus ingredientes.

 

68. Las sucesivas olas en la formación de la psicología profunda europea

“La primera psicología profunda de la época moderna surgió en la segunda mitad del siglo XV a impulsos del neoplatonismo florentino… En tanto que el discurso de Ficino, más allá del amor vulgar, despeja el anverso psicomecánico de las pasiones eróticas experimentadas, estimula, al estilo de la ilustración psicodinámica moderna, a los sujetos afectados por ellas a sacar del examen del funcionamiento maquinal de los componentes de su aparato psíquico consecuencias prácticas para la curación de impulsos patológicos…” (262).

Tras esta primera formulación, se produce una segunda que corresponde a la “eclosión de la energética” que hemos tratado en el capítulo anterior, que

“desató un oleaje de ensayos subsiguientes, en los que podían experimentarse innovadoras estructuras de encuentros de proximidad entre médico y paciente, artista y público y, finalmente, también entre dirigente y masa… [Aunque] la historia del espíritu conoce pocos casos en los que a una difusión tan imponente de un pensamiento siguiera un olvido tan amplio, merece que nos detengamos en una síntesis formulada por el hombre más influyente de este movimiento, Franz Mesmer (1734-1815), síntesis de unos postulados que desde entonces funcionarán siempre como contrapunto y cuestionamiento de las verdades oficiales de la ciencia médica:

  • “Sólo hay una enfermedad y un medio curativo; la salud consiste en la plena armonía de todos nuestros órganos y sus funciones. La enfermedad no es más que la perturbación de esa armonía. La curación consiste, pues, en que se restaure la armonía rota” (máxima mesmeriana n.º 309).

  • “Ninguna enfermedad puede curarse sin crisis; la crisis es el intento de la naturaleza de, por medio de un acrecentamiento de la tensión, del tono y del movimiento, disipar los obstáculos que estorban la circulación (máx. n.º 333).

  • “Si la naturaleza no es suficiente para producir crisis se le ayuda por el magnetismo” (máx. n.º 334)” (263). [Donde dice magnetismo, léase terapia con el sentido que daremos a esta palabra algo más adelante.

Las tres palabras clave de estas formulaciones, enlazadas en una única concepción –armonía (salud), crisis (enfermedad) y ayuda (terapia)– son el soporte en el que se apoya desde entonces todo aquél que se permite comenzar a tomar una distancia reflexiva con respecto a sus propios conflictos evitando achacarlos a una fuerza superior (sea Destino, Dios, Estado o Sistema que lo soporte). El soporte de aquellos que, según la formulación anterior, “de su aparato psíquico sacan consecuencias prácticas para la curación de impulsos patológicos”. Obviamente esta distancia no garantiza ningún éxito. Puede tratarse del momento provisional para volver a una nueva formulación de certezas donde Dios o Sistema serán quizá sustituidos por versiones regresivas con nombre de Armonía o Karma, y la brecha que se entreabrió pretenda ser cerrada hasta nuevo aviso. Pero me interesa subrayar que en los espacios que permite la experimentación en la crisis y la ayuda, el impulso a algún despertar no se detiene.

En cuanto a aquél movimiento, parece que

“… así como los movimientos alternativos del siglo XX recibieron la impronta del psicoanálisis salvaje, la época romántica, desde 1780 hasta mediados del siglo XIX, fue una época de magnetismo salvaje: y sólo el hecho de que el planteamiento magnetopático, el seriamente ejercitado, de las artes prácticas curativas no supiera hacerse distinguir con suficiente claridad ante la opinión pública de sus formas salvajes, y no en último término a causa de su infiltración por el espiritismo, condujo a su catástrofe histórico-científica… Hay que suponer, además, que el impulso a experimentar con delimitaciones interpersonales, hubo de romperse ante la tendencia general psicohistórica del tardío siglo XIX y del XX a establecer contornos más nítidos en el sistema de delimitaciones del yo de la sociedad burguesa.

[En cuanto al nacimiento del psicoanálisis,] desde el principio hubo de pagar un alto tributo a las normas endurecidas de las reglas de distancia burguesas y cientificistas... sólo desde que la restauración de la ética judía se hizo valer frente al predominio de la filosofía griega en el hogar teórico contemporáneo, pudo la erótica dual consolidarse como magnitud de derecho propio. Como es sabido, la ética del psicoanálisis hunde sus raíces en la concepción judía de la ley: no postula fusiones, sino que aboga incansablemente por separaciones constructivas; su foco no es la fusión íntima, sino la discreción del sujeto respecto del otro.

[Sería necesaria una nueva ola, surgida tras las catástrofes bélicas del siglo XX,] el movimiento contracultural de los años sesenta, que supo enlazar con sus predecesores tanto románticos como vitalistas” (264).

Actualmente, agotado ya aquel impulso por “el individualismo endurecido del actual empuje telemático a la abstracción, así como el neo-aislacionismo esteticista de la propaganda posmoderna de un estilo de vida”, quienes aún ejercemos resistencia a tal endurecimiento y aislacionismo, afectados y deudos de las resacas de tantos oleajes, estamos en condiciones de preguntarnos otra vez por la función que tuvieron y rescatar quizá alguno de sus rescoldos. Tiempo habrá para plantearnos algunas de las maneras en que el aire fresco que se coló por los resquicios de alguna crisis se convirtió en el aire enrarecido de los mencionados “estilos de vida”.

 

69. Del siglo XX al XXI: de la sociedad medicalizada a la obsesión por la salud perfecta, y más allá

“En los países desarrollados, la obsesión por la salud perfecta se ha convertido en el factor patógeno predominante. El sistema médico, en un mundo impregnado de ideal instrumental de la ciencia, crea sin cesar nuevas necesidades de atención médica. Pero cuando mayor es la oferta de salud, más son las personas que tienen problemas, necesidades, enfermedades. Todos exigen que el progreso ponga fin al sufrimiento de sus cuerpos, que mantenga el mayor tiempo posible la frescura de la juventud y prolongue la vida hasta el infinito. Ni vejez, ni dolor, ni muerte. Olvidando así que esta rebelión es la negación de la propia condición humana”.

Así comienza un artículo de Iván Illich publicado en 1999. 24 años antes había publicado un libro que defendía, con una contundencia abrumadora de datos, no sólo que en los últimos 100 años los médicos no habían influido en la mejoría de la salud de la población “más profundamente que los sacerdotes en épocas anteriores”, sino que “la medicina institucionalizada había llegado a ser una grave amenaza para la salud” (265).

Establecía esta amenaza en tres ámbitos: el de la propia intervención clínica (los daños producidos por la acción de los médicos), su acción social (“la práctica de la medicina fomenta las dolencias reforzando a una sociedad enferma que no sólo preserva industrialmente a sus miembros defectuosos, sino que también multiplica exponencialmente la demanda del papel del paciente”), y un tercer ámbito que calificaba de estructural:

“las llamadas profesiones de la salud tienen un efecto más profundo que estructuralmente niega la salud, en la medida en que destruye el potencial de las personas para afrontar sus debilidades humanas, su vulnerabilidad y su singularidad en una forma personal y autónoma” (266)).

Pero, como decía, de la afirmación de que “la empresa médica amenaza a la salud”, de 1975, pasó a que “la búsqueda de la salud se ha convertido en el factor patógeno dominante”.

Lo que parece explicarnos Illich es que, tras la emergencia de la mirada moderna sobre la salud y el triunfo de un nuevo sacerdocio biomédico que se impuso a lo largo de los dos últimos siglos, el final del siglo XX nos depara un nuevo panorama. La cuestión sería que

“… los médicos han perdido el gobierno de la edad biológica… Si siempre hay un práctico entre los que deciden, está ahí para legitimar la reivindicación del sistema industrial de mejorar el estado de salud… La salud se concibe como un equilibrio entre el microsistema socioecológico y la población como subsistema de tipo humano… La medicina se ha colocado fuera de la posibilidad de elegir el bien para el paciente concreto. Para decidir los servicios que le proporcionará, obliga al diagnóstico a jugar una suerte al póquer” (267).

Entonces, no es ya el sistema médico el que decide, sino cierta planificación macroeconómica, en la que los médicos no son el elemento crucial.

Illich da un paso más en su observación autocrítica y afirma:

“No detecté la iatrogenia [el efecto patógeno] del cuerpo mismo. Pasé por alto el grado en que, a mediados de siglo, la experiencia de “nuestros cuerpos y nuestros seres” llegó a ser resultado de conceptos y atenciones médicos”.

Lo que viene a decir que, en un nivel mucho más fundamental que en el de la búsqueda de solución a nuestras enfermedades, la institución médica ha determinado una nueva conciencia de “nuestros cuerpos y nuestros seres”, nuestra identidad.

Ligando con lo tratado en el área 1, la irrupción en la escena de la institución médica moderna es responsable no ya de una nueva manera de encarar la enfermedad y concebir la salud, insólita hasta ese momento, sino de la modelación de un “nuevo cuerpo”:

“… cada momento histórico es encarnado en un cuerpo específico de una época… He aprendido a ver el cuerpo occidental como una encarnación progresiva del yo… Mi sorpresa al no encontrar un cuerpo como el mío en el siglo XII me llevó a reconocer el “cuerpo” iatrogénico de la década de los 60 [del siglo XX] como el resultado de una construcción social que pertenece sólo a una generación… Actualmente se está produciendo una transición: la disolución del cuerpo iatrogénico en otro hecho por y para la alta tecnología… la pretensión de la medicina a mediados de este siglo de instaurar un monopolio de la construcción social de la realidad corporal no tiene precedentes y, según parece, resultó efímera, está en decadencia… me doy cuenta de que el sistema médico no puede engendrar un cuerpo, incluso si se interesa en atenderlo desde la concepción hasta la muerte cerebral” (268).

Parece que hemos ido demasiado lejos, o lo suficientemente lejos como para levantar la mirada y adquirir la perspectiva suficiente para salir del encantamiento.

Digo que considerar la verosimilitud de estas afirmaciones es estar dispuesto a liberarse de un poderoso encantamiento. Parece que cada época significativa de la historia ha sido definida para mucha gente por una buena nueva, una especie de revelación. Remitiéndonos a los términos a los que nos hemos referido hasta ahora, es como si la gente que “descubrió” los humores estaba en condiciones de considerar que los que, antes que ellos, creyeran en los talismanes de protección estaban realmente en la infancia de la humanidad, en unos tiempos dominados por la ingenuidad y la ignorancia. Pero lo mismo estarían en condiciones de considerar los que desecharon los humores tras los descubrimientos anatómicos y fisiológicos modernos: la circulación de la sangre, el sistema nervioso, etc. Hipócrates, Galeno o Paracelso pasaron de pronto al lugar del oscurantismo y la candidez. Los que propugnaban la protección se vieron desplazados por los partidarios de la depuración, éstos por los que alentaban al fortalecimiento del sistema inmunológico y energético. Finalmente, se nos hizo creer que desde una topología definitiva de los órganos, las funciones y sus enfermedades, unida al avance de la investigación de las técnicas de diagnóstico y tratamiento científicos centrados en la bioquímica y el control sobre el funcionamiento del sistema nervioso, en manos de una nueva clase médica, el fin de la enfermedad estaba cerca. Una nueva buena nueva parece emerger con el descubrimiento del ADN y la investigación del genoma humano, y así sucesivamente… hasta que, en nombre de la ciencia médica, estamos impelidos a rendirnos a la última revelación de la tecnocracia de la salud perfecta.

Pero, ¿y si todo esto, con toda su potencia espectacular, poco tuviese que ver con la salud propia del ser humano? ¿Y si tal salud tuviese que ver, lo mismo en tiempos de los talismanes, los castigos divinos o la ingeniería genética con otra cosa? ¿Y si la tarea de los seres humanos hubiera sido, a la vez que tratar de descubrir remedios para su dolor, crear analogías que ensayan nuevas y mejores comprensiones, y situarse finalmente más allá de cualquiera de esos sistemas, ante sí mismo y su destino y, en este sentido, “cuidar de la salud” no tenga que ver con la evitación –y menos aún la negación– de la enfermedad y el dolor, sino con el grado en que uno puede vivir ese destino en el cual se incluye la habilidad –incluso el arte– para encarar el dolor, la enfermedad y la muerte?

Para sostener o explicar estas cuestiones, se hace necesario dejar la perspectiva histórica y acercarnos a una vivencia actual de estos asuntos.

 


NOTAS

(239) Prólogo de El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica. 1966. Publicado en español por Siglo XXI editores, 1999.

(240) Hablo de una tendencia más que de una realidad conscientemente asumida. Basta observar cualquier debate público en el que se enfrenten los defensores de la “medicina oficial” y los de las “medicinas alternativas” para comprender que, en general, tanto unos como otros se encuentran lejos de comprender o asumir el lugar que los hechos les imponen. Los primeros tratando de “trogloditas desinformados” a cualquiera que ponga en duda alguno siquiera de los prejuicios o imposiciones dogmáticas que provienen más de las decisiones coyunturales adoptadas por políticos o gestores económicos sobre una cuestión candente, que sobre alguna verdad científica (léase un tratamiento específico, una campaña profiláctica o un pronóstico epidemiológico). Los segundos cayendo en juegos de hegemonías de antemano perdidos pretendiendo alternativas en campos que han sido definitivamente colonizados por otros. ¿Qué alternativa hay al tratamiento oficial al SIDA en África sin hablar de la situación global de este continente? Lo primero que hay que aceptar es que “no hay alternativas”, si éstas se entienden como algo que puede sustituir de un día para otro a lo vigente, cuando eso vigente se ha encargado, en primer lugar, de hacerse insustituible. No comprenderlo es dejarse engullir por la maquinaria ideológica que sostiene cualquier situación en la falacia de que “es lo único que se puede hacer”.

(241)“El olvido de la mente en la biología y la medicina occidentales, de base cartesiana, ha tenido dos consecuencias negativas principales. La primera está en el ámbito de la ciencia. El esfuerzo para comprender la mente en términos biológicos generales se ha retrasado varias décadas, y es justo decir que apenas ha empezado. Mejor tarde que nunca, desde luego, pero el retraso también significa que por ahora se ha perdido el impacto potencial que un conocimiento profundo de la biología de la mente podría haber tenido en los asuntos humanos. La segunda consecuencia negativa tiene que ver con el diagnóstico y el tratamiento efectivos de las enfermedades humanas. Naturalmente, es verdad que todos los grandes médicos han sido hombres y mujeres no sólo versados en los fundamentos fisiopatológicos de su época, sino que asimismo conocían bien, en gran parte debido a su propia intuición y a la sabiduría acumulada, el corazón humano en conflicto. Han sido diagnosticadores expertos y hacedores de milagros, debido a una combinación de conocimientos y talento. Pero nos engañaríamos si pensáramos que la norma de la práctica médica en el mundo occidental es la de estos notables médicos que todos hemos conocido. Una versión distorsionada del organismo humano, combinada con el crecimiento irresistible de los conocimientos y la necesidad de especialización, todo conspira para aumentar la inadecuación de la medicina, en lugar de reducirla. La medicina no necesitaba en absoluto los problemas adicionales que proceden de su economía, pero también los está teniendo, y es seguro que empeorarán la prestación médica” Antonio Damasio en El error de Descartes, 1994. Sin duda una lectura muy benevolente con los problemas de la deontología médica, pero que señalan en la dirección que estoy indicando.

(242) Entre las que últimamente hemos disfrutado por su adaptación cinematográfica están las de Tolkien en su Señor de los anillos. Hay que destacar también el perfecto encaje de este aturdimiento en las cosmogonías tradicionales en las que tras el paraíso perdido se desencadena un período de eras de degradación del género humano. Aunque no es éste el lugar para entrar en estas cuestiones, sólo apuntar que estas críticas a la modernidad o el progreso como origen de todos nuestros males se hacen muy a menudo desde una cómoda instalación en los beneficios que nos otorgan. Muy pocos son capaces de “detener la historia” en un determinado momento y vivir coherentemente a esa decisión. Y cuando se da el caso, tendemos a considerarlos locos o sectarios con no poco sensatos argumentos.

(243) Hablamos de cosas como “el escupitajo de San Francisco” o “la mugre de sus manos y pies”. Los santos encarnan la victoria sobre la muerte en términos literales, la inmortalidad. Una consideración que no deberíamos olvidar cuando se nos habla, por ejemplo, de los “inmortales taoístas”.

(244) J. Soldi, Antidotario per il tempo di peste. Florencia 1630. Citado por Georges Vigarello en Lo sano y lo malsano, 1993. Abada Editores, 2006. He recurrido a esta fuente para la mayoría de la información sobre la antigua medicina europea que se menciona en estos capítulos.

Es importante destacar el dominio del pensamiento analógico en estos sistemas: lo que soporta su “verdad”, o lo que permite a cualquier asociación ser tenida en cuenta, tiene que ver ante todo con su cualidad de resultar similar. Para comenzar, el cuerpo es un espejo del universo, y en cada una de sus partes refleja sus componentes, “El mundo se envolvía en sí mismo: la tierra reflejando el cielo, los rostros mirándose en las estrellas y la hierba envolviendo en sus tallos los secretos que sirven al hombre”. Cuidar del cuerpo es conocer los astros y considerar sus designios. Cuidar de los órganos es comprender su similitud con los ciclos estacionales y las características climáticas. Los alimentos son mejores o peores en función de estas analogías (“el ave ofrece una carne infinitamente mejor a la del jabalí pues uno sabe enfrentarse al aire y el vuelo, es liviana y vigorosa, mientras que el otro se esconde en el fango”…). La relación de los cuatro humores con características climáticas que se proyectan sobre el cuerpo tanto en su funcionamiento orgánico como en los temperamentos constituyentes dan una idea de la forma en que trabaja el sistema: la sangre/aire/hígado es cálida y húmeda y las personas en cuyo temperamento domina (los sanguíneos, son valientes, optimistas y románticos); la flema/agua/pulmón es fría y húmeda, y los flemáticos, calmados hasta la indiferencia; la bilis amarilla/fuego/vesícula biliar es caliente y seca, y los coléricos tienen mal temperamento; la bilis negra/tierra/bazo es fría y seca, y los dominados por ella son los melancólicos: abatidos, soñolientos e irritables.

Los sistemas analógicos funcionan por polaridades -caliente/frío, húmedo/seco en este caso-, y son sistemas que permiten una amplitud infinita: todo lo que puede ser concebido puede expresarse como polaridad y ponerse en relación analógica con cualquier otro fenómeno. Esa es su virtud… y su debilidad.

Por otro lado, resulta inevitable comparar los términos en que se expresa el sistema de humores con lo que se ha dado en llamar “medicina tradicional china” que introduce en su modelo dinámico un quinto elemento, madera gobierna hígado y vesícula biliar (que se expresa en los ojos y a la fibra muscular y se relaciona con la primavera, el este, la aurora, y es sensible al viento). Allí fuego gobierna corazón e intestino delgado (que afecta al órgano del habla y los vasos) y se relaciona con el verano, el sur, el mediodía, y es sensible al calor; tierra gobierna bazo-páncreas y estómago (afecta al gusto, la masa muscular y las fascias) y se relaciona con el fin del verano y los cambios estacionales en general, la primera hora de la tarde y es sensible a la humedad; metal gobierna pulmón e intestino grueso (que afecta al olfato y la piel) y se relaciona al otoño, la tarde y es sensible a la sequedad; agua gobierna riñón y vejiga (y los órganos genitales, el oído y las uñas) y se relaciona con el invierno, la noche, y es sensible al frío. Por supuesto que se han construido listas interminables de similitudes y asociaciones en relación a los astros, las direcciones, la etapa de la vida, los sabores, alimentos, etc. Pero, sin entrar ahora en cuestiones de funcionalidad -en qué medida “funcionan” estas asociaciones-, me parece necesario reparar en que un sistema abrumadoramente analógico como éstos genera unos acentos específicos siempre distintos a los sistemas analíticos, que han llegado a implantarse al menos oficialmente entre nosotros en los últimos siglos.

No será extraño encontrar en este universo, además de los ya mencionados, infinidad de elementos que siguen vigentes en los manuales chinos: Plinio el Viejo (del primer siglo de nuestra era, y muy considerado en la Edad Media) sería un cultivador del feng-shui pues considera que los minerales preciosos recorren las venas y las fibras de la tierra como los vasos sanguíneos de un inmenso animal vivo; la imagen de los fogones internos tan presentes en la terapéutica oriental, son igualmente vigentes en la edad media europea, se insiste en preservar la esencia, depurando la de los mejores alimentos, etc.

Me atrevería a decir que estos criterios subyacen a nuestra conciencia más analítica y racional y, una vez destruidos los sistemas que los sustentaban en Europa, acceden de nuevo a nuestro uso a través de sus paralelos orientales.

(245) Esta relación macrocosmos/microcosmos es fundamental en todas las tradiciones premodernas, sean orientales u occidentales.

(246) San Francisco de Sales en su Introducción a la vía devota de 1609.

(247) Citados por Georges Vigarello, op. cit.

(248) Ídem. Es importante destacar la resistencia de “los sistemas unitarios” –hoy diríamos holísticos- a cualquier novedad que se interprete como un cuestionamiento de tal sistema. Estamos aquí, como en tantos otros casos, ante la incapacidad de hacer compatible una visión suficientemente unitaria en cuanto a su amplitud de miras, que no se revuelva contra el análisis por su propia debilidad. En este sentido, el tradicional pragmatismo chino ha dado lecciones de integración de lo nuevo sin negar sistemas tradicionales, como apuntaremos más adelante.

(249) Michel Foucault, op. cit.

(250) Diderot en sus Eléments de physiologie de 1780 (citado por Vigarello).

(251) T. de Bordeu, Recherches sur les maladies chroniques, París, 1775 (citado por Vigarello).

(252) D. de la Roche, Analyse des fonctions du système nerveux, Ginebra 1778 (citado por Vigarello).

(253) Añadiría que no podemos desligar esta emergencia de la autonomía individual del impulso que recibió, siglos y siglos atrás, de la instauración de los monoteísmos (“un único Dios elige a un pueblo, primero, y hace responsable a cada individuo de su propio destino, después”). Parece que esta conciencia en la que están imbuidos todos los grandes innovadores europeos hasta el siglo XIX –ninguno de ellos cuestiona su fe religiosa, aunque también cabría preguntarse por la posibilidad de cuestionar algo que, en la medida en que se haga público, te inhabilitará hasta costarte la propia vida-, conciencia que provoca la eclosión llamada modernidad en los últimos siglos. Paradójicamente, esta eclosión se encuentra con la feroz resistencia de las instituciones religiosas cristianas, aun con el cambio que representa para muchas de ellas la ruptura de la Iglesia romana en la Reforma del siglo XVI.

(254) Desde nuestra mirada, estos modelos nos resultan antiguos, indiferenciados e, inevitablemente indiferenciadores –de ahí la fascinación que ejercen como sistemas unitarios-, lo mismo que quizá resultarán los actuales modelos a los que en el futuro los superen desde nuevos paradigmas.

(255) En particular, la que se desarrolla en Alemania y Francia entre 1780 y 1850. Utilizaré en este capítulo fundamentalmente la investigación y opinión de Peter Sloterdijk que, ya en su primera publicación novelada (El árbol mágico. El nacimiento del psicoanálisis en el año 1785. Ensayo épico sobre la filosofía de la psicología, 1985. Ed. Seix Barral 1986 y 2002), se centra en esta eclosión. Sloterdijk continúa pensando este tema en su última obra Esferas I. Burbujas, 1998 (Siruela 2003), en particular en su tercer capítulo Seres humanos en el círculo mágico. Para una historia de ideas de la fascinación de la proximidad.

(256) La comisión designada por Luis XVI y de la que formaban parte Benjamín Franklin y Antonie de Lavoisier, emitió un juicio negativo aduciendo que el efecto de la terapia mesmeriana debía de ser psíquico, ya que no podía demostrarse la existencia de un fluido magnético. (En un apéndice secreto dirigido al rey se señalaba también el riesgo de una erotización de la relación médico-paciente si se aplicaba la doctrina de Mesmer). Más de un siglo después vuelven estos temas al campo del psicoanálisis con “el descubrimiento del Orgón” de W. Reich. Más que descubrimientos, se trata de intentos permanentes de reformular en los nuevos contextos de la experiencia clínica y de los recursos de medición contemporáneos a cada época, algo que se resiste a una sola y excluyente lectura. La tradición oriental, fiel a su propio estilo, no lucha por lo-uno-o-lo-otro, sino que permite la coexistencia y evolución relativamente autónoma o más holgada de investigaciones clínicas psíquicas y físicas dentro de un modelo “energético”.

(257) Merece subrayar la forma en que esta primera disyuntiva es presentada por quienes rechazan que el hipnotismo fue la continuación del magnetismo (aunque oficialmente ocupara su lugar): “… Puységur se mantuvo, desde el primer momento, atento a dejar hablar a sus enfermos. Son ellos los que saben. Esto es lo que entusiasma, y lo que le hace rechazar vigorosamente, como lo hicieron luego todos los grandes y dignos magnetizadores del siglo XIX, todo recurso a la “sugestión”, esa sugestión cuyos excesos provocarían el fracaso y la vergüenza de los experimentadores en hipnosis reunidos en torno a Jean Martin Charcot en París en los años noventa del siglo XIX… En ninguna ocasión se encuentra en el trabajo de Puységur la hipótesis de que lo que sucede en las personas a las que trata remite a cualquier sicopatología… Lo que ha descubierto y puesto en práctica es una terapia fundada en la palabra y sobre la palabra. [En este sentido, cien años antes de Freud,] “Puységur es capaz de hacer perceptible la emergencia de un estado del psiquismo desconocido hasta entonces, y que supo asociar a éste un tipo de tratamiento fundado sobre los beneficios de una relación recíproca”. Jean-Pierre Peter, Lo que los magnetizadores nos han enseñado (de Mesmer a Puységur), en la compilación En ningún lugar, en parte alguna de Luis Montiel (Ed. Frenia, 2003). En esta perspectiva escribió Peter Sloterdijk en 1985 su mencionada novela El árbol Mágico…, cuya lectura bien puede servir para hacernos cargo de la atmósfera de aquellos años en torno a estas cuestiones.

(258) Jean-Pierre Peter, Lo que los magnetizadores…, en En ningún lugar en parte alguna, estudios sobre la historia del magnetismo animal y del hipnotismo, 2003.

(259) Ídem.

(260) Ídem.

(261) En una formulación que merece nuestra atención señala: “Hay pues un trabajo de la medicina que consiste en alcanzar su propia condición, pero por un camino en la cual ella debe borrar cada uno de sus pasos, ya que alcanza su fin en una neutralización progresiva de sí misma. La condición de su verdad es la exigencia que la esfuma. De aquí el extraño carácter de la mirada médica: está presa en una reciprocidad indefinida: se dirige a lo que hay de visible en la enfermedad, pero a partir del enfermo que oculta este visible, al mostrarlo; por consiguiente, debe reconocer para conocer, pero retener el conocimiento que apoyará su reconocimiento. Y esta mirada, al progresar, retrocede ya que no va hasta la verdad de la enfermedad sino dejándola ganar sobre ella y concluir, en sus fenómenos, su naturaleza. Estructura necesariamente circular, paradójica y autodestructora de la mirada, cuando ésta se dirige sobre un espacio plano y monótono, en el cual los espesores, los tiempos, las determinaciones y las causas están dadas en sus signos, pero eliminados en su significación” (M. Foucault, op. cit.). Es la situación paradójica de quien mira y ve, y ve mucho más de lo que estaría dispuesto a asumir si se hiciera cargo de lo que esa mirada le muestra, pues eso pondría en cuestión los soportes de ámbitos fundamentales de su vida (desde la propia institución médica o lo que es aceptable en el vínculo médico-paciente, hasta las consecuencias que depararía cierta coherencia con lo que cada enfermedad pone en evidencia). Vemos más de lo que estamos dispuestos a asumir, y nos sentimos abocados a ocultarnos a nuestra propia mirada.

(262) Peter Sloterdijk en el tercer capítulo de Esferas I, ya citado. La cita continúa: “quien ha comprendido que el frenesí del deseo de contacto y unión es sólo un efecto de transfusiones inconscientes ya ha dado el primer paso hacia el desencanto y curación propios. Este paso resulta imposible mientras al infeliz le domine la sugestión de considerar su miseria como algo que, sin embargo acabará en placer; sólo después de que una conveniente cantidad de penas le haya dispuesto a la conversión puede preocuparse de buscar introducción filosófica para aprender un tipo de amor que prometa mayor felicidad. Cuando el desencanto o desfascinación sucede, se libera de la coacción a actuar que le produce el deseo de unión… la patología se convierte en ventana del alma”. Los entrecomillados de este capítulo pertenecen a este texto.

(263) Ídem.

(264) Ídem.

(265) Némesis Médica, la expropiación de la salud se publicó en castellano por Seix Barral en 1975. En 2006 se ha vuelto a editar dentro del primer volumen de sus Obras Reunidas, publicadas por Fondo de Cultura Económica de México.

(266) Ídem.

(267) Escribir la historia del cuerpo. Doce años después de Némesis Médica y La obsesión por la salud perfecta, un factor patógeno predominante, publicados por Iván Illich (1926-2002) en los años 1986-1992 y 1999, respectivamente.

(268) Ídem.

 

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