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Área 2: Salud, enfermedad, energía, terapia

 

Hay sólo dos países

Hay sólo dos países: el de los sanos y el de los enfermos.
Por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad
pero, a la larga, eso no tiene sentido.
Duele separarse, poco a poco, de los sanos a quienes
seguiremos unidos, hasta la muerte
separadamente unidos.

Con los enfermos cabe una creciente complicidad
que en nada se parece a la amistad o al amor
(esas mitologías que dan sus últimos frutos
a unos pasos del hacha).
Empezamos a enviar y recibir mensajes
de nuestros verdaderos conciudadanos
una palabra de aliento
un folleto sobre el cáncer.

Enrique Lihn

 

Después de llenar páginas hablando del cuerpo y el ejercicio físico, del deporte y de las líneas maestras de la propuesta del tai chi chuan como “trabajo corporal”, llega el momento de establecer otro punto de observación, movernos de lugar aceptando el reto que supone tratar de entender nuestra práctica como una aportación a la salud en los tiempos actuales.

Y es que desde el mismo título de esta área, entramos en un espacio tan vasto como problemático. Vasto porque hablar de salud y de enfermedad es tanto como hablar de vida y de muerte, de todo lo que resulta fundamental para cualquier ser humano, aquello ante lo que, en el mejor de los casos, debemos terminar rindiéndonos, apenas acariciado su sentido.

Decir, además, energía y terapia es entrar en un terreno tan resbaladizo como arduo de dilucidar. Desde la reverencia que debieron sentir los contemporáneos de Volti y Galvani –nuestros mismos abuelos–, que tras milenios de lucha con el elemento más fascinante, el fuego, comprobaban que era domesticado hasta tal punto que bastaba con tocar un interruptor para que la luz se extendiese en la negra noche de los tiempos… O cuando comprobaban que esa terrible máquina de fuego recién inventada, el ferrocarril, podía mantener toda su potencia sin necesidad de una caldera mantenida con carbón. Desde entonces la palabra energía pasó a convertirse, al mismo tiempo, en talismán para sueños del paraíso en la tierra, y en amenaza de cualquier esperanza para la vida, bajo la más feroz de las tiranías jamás concebidas.

El siglo XX estuvo dominado por esta fascinación energética asociada al poder, al desarrollo imparable de tecnologías más y más poderosas.

No es de extrañar que en el momento de traducir un concepto tan vago e inasible como “qi” (chi o ki), que impregnaba por completo los lenguajes y el complejo mundo de las técnicas y el pensamiento extremo-orientales, la opción indiscutiblemente triunfadora fuese “energía”. “Energía vital”, “energía cósmica”, fluidos sutiles recorriendo los aún más sutiles canales intangibles en el cuerpo de hombres y animales (“meridianos” fue la acepción más exitosa, como esas líneas imaginarias que trazan los topógrafos sobre los mapas terrestres), canalizando también fuerzas telúricas y celestiales… Las vagas explicaciones orientales (aún más vagas cuando eran traducidas por gentes que apenas podían otra cosa que implantar sus propias concepciones sobre aquellas cuyos contextos desconocían), se prestaban a un último refugio para los que, tras la victoria de un materialismo que les resultaba excesivamente amenazador, sentían nostalgia de todo lo que apenas doscientos años atrás se debatía en los círculos intelectuales europeos: “magnetismo animal”, “posesión hipnótica”, “espeleología del inconsciente”, “psicología profunda”…

Y tan vaga como “energía”, la palabra “terapia” (etimológicamente ayuda, apoyo). Un término cuyo ámbito de significación se ha extendido tanto, que amenaza con convertirse en inservible para cualquier uso riguroso. Desde que los sacerdotes perdieron el monopolio de transmisión de la única ayuda legítima en la época metafísica –la que provenía directamente de Dios–, y se instituyó la llamada “medicina científica” como sacerdocio sustitutorio, una legión de “terapeutas” se ha extendido en mutación imparable, diluyendo fronteras que parecían soportar el paso de las generaciones: chamanes siberianos y toltecas, lamas tibetanos y maestros zen, psicoterapeutas, astrólogos y comerciantes de talismanes, médium, psicomagos y charlatanes de todo pelaje se disputan el terreno que ha quedado aparentemente disponible en las progresivas crisis de religiosidad y los modelos médicos imperantes…

Digo aparentemente porque ¿quién sabe a ciencia cierta lo que ocurre, lo que cambia en una sola década en apenas una generación?

¿Ocurre que seguimos naciendo, sufriendo y desapareciendo tan miserables o más que nuestros antepasados, aunque la cantidad de años transcurridos entre las dos fechas extremas se vaya distanciando?

¿Ocurre que hemos llegado a convertirnos en habitantes de esos dos únicos países que explica Lihn en las líneas que inician este escrito; dos países con fronteras cada vez más rígidamente custodiadas, fruto final de un proceso en el que la negación psicótica del dolor y la muerte ha llevado a apartar de nosotros cualquiera de sus manifestaciones de manera que, cuando nos toca pasar al otro lado –el lado de los que deben mirar a la muerte a los ojos–, nos encontramos tan desolados o más, más faltos de recursos aún que aquellos apestados o leprosos de antaño que eran apartados de los vivos como muertos vivientes?

¿Ocurre que, una vez más, tras el anunciado triunfo de la ciencia sobre la enfermedad, una nueva plaga hace bajar los humos de los triunfadores y, llámese cáncer, sida o esquizofrenia, el ser humano está como siempre abocado a tratar con la enfermedad que, de forma intangible o brutal, le devuelve la medida de su propia naturaleza?

¿Ocurre que los críticos de los años 70 del siglo pasado que reunieron sus datos para demostrar que “la medicina institucionalizada ha llegado a ser la principal amenaza para la salud” (234) deben volver sobre sus propios datos y argumentos y plantearse apenas doce años después que “el principal agente patógeno de nuestros días es la búsqueda de un cuerpo sano(235)?

¿Ocurre que los que hace dos o tres décadas se atrevían aún a plantear alternativas a los modelos deshumanizadores de la medicina tecnológica-científica se resignaron hace tiempo a su dominio incuestionable, y hoy aportan apenas nada más que “cuidados paliativos”, medicinas “complementarias” –la propia denominación es elocuente–, de Una Única Medicina destinada a la realización de un nuevo proyecto humano, última expresión de los inevitables proyectos de inmortalidad a los que parecemos abocados? ¿Son estos proyectos más radicales y disparatados en cuanto que nuestra conciencia de la muerte se vuelve más y más desnuda e insoportable?

¿Ocurre que esta Medicina dominante (tan dominante que en Occidente se asigna a sí misma el apelativo de “tradicional”, cuando su vida abarca apenas doscientos años) ya se percibe a sí misma como impotente en sus propias delirios omnipotentes, y deja sus designios en manos de los ingenieros genéticos o los planificadores financieros? (236)

¿Ocurre por fin, que los embajadores de “otras visiones y otros recursos” tendremos que aceptar los espacios a los que somos asignados por los desasosiegos de última hora y las modas por ellos generados? (237) ¿Deberemos sumarnos al coro de los desesperados que aparentan satisfacerse con algún que otro halago y una vida llevadera, contratados por alguna institución filantrópica, entre la incapacidad de comprender nuestros propios recursos, y menos aún las prioridades de los tiempos que nos toca vivir?

Son interrogantes que no podemos obviar, aunque en su intratabilidad amenacen con arruinar este mismo proyecto. Contra una corriente que, salvo contadas y casi imperceptibles excepciones, anega todo lo que se proclama y publica en el mundo de “las aplicaciones terapéuticas del tai chi chuan”, “los potenciales transformadores del qi gong” o “las artes de sanación del budismo o el taoísmo”, es hora de hacerse a un lado y pensar.

Aunque me temo que la simple enumeración de estas preguntas resulte ya provocadora, pretendo ante todo proponer otra mirada. He insistido ya, quizá más de lo necesario, que sin intentos tan desnudos como sea posible de conocer el terreno donde pisamos, poco podremos aportar. Muy poco si ni siquiera nos atrevemos a sopesar los recursos que tenemos entre manos con la excusa de que “no nos pertenecen” (ya que las “venerables tradiciones” de las que son fruto merecen tanto-tanto respeto que las convierten en intratables…). Sobra decir que semejantes excusas han abierto la puerta a los oportunistas sin escrúpulos, los vendedores de baratijas, o gentes tan simples como dispuestas a defender con su vida los pequeños territorios supuestamente conquistados a favor de sus “patrimonios terapéuticos”. Sobra decir que, de esta manera, los bienes con los que se nos ha dado a tratar, amenazan con convertirse en simples chucherías de feria con envoltorios más o menos relucientes (238).

Abordar aquí desde cierta distancia estos temas tan graves (salud, enfermedad, emergía, terapia) no va a pretender dar con las respuestas a los interrogantes formulados, sino señalar algunas de las líneas significativas, marcar quizá líneas de silencio entre tanto ruido.

Liberar espacios donde la experimentación de la que formamos parte adquiera o cuestione la dignidad que se le supone, pero que más frecuentemente se ignora desde dentro,desde demasiado cerca.

Para comenzar, intentaremos apuntar algunos datos e ideas sobre las transformaciones en las concepciones que han rodeado a lo que hoy llamamos salud o enfermedad en la Europa de las últimas centurias o decenios. Y también sobre las batallas de modelos que se han librado y siguen librándose entre nosotros.

Tratar de esbozar lo que estas concepciones y conflictos han condicionado nuestra recepción de lo que venía de otras civilizaciones y sus “artes de sanación” para, finalmente, proponer algunos criterios prácticos.

 


NOTAS

(234) Así comenzaba un memorable e influyente trabajo de Iván Illich, Némesis Médica, publicado en 1974, al que nos referiremos en adelante.

(235) En palabras del propio Illich en Escribir la historia del cuerpo. Doce años después de Némesis médica, publicado en español el 13 de abril de 1986 (El Gallo Ilustrado, suplemento cultural del periódico mejicano El Día).

(236) Es crucial reparar en este proceso que convierte al médico no en un clínico, sino en un mero agente de una planificación estatal o supraeconómica –consorcios de seguros, multinacionales farmacéuticas, planificadores financieros que manejan probabilidades estadísticas…–. Este proceso que ha transformado la naturaleza de la relación médico-paciente, de una relación de escucha privilegiada, en un trámite burocrático apenas disfrazado de humanidad donde las máquinas (los médicos convertidos en extensiones de los avances tecnológicos y no a la inversa), y la necesidad de defenderse de consecuencias indeseadas imponen un paisaje desolado en el lugar donde la empatía clama por su manifestación.

(237) Aquí nos referiremos ya estrictamente a lo que nos concierne, desde el taichi como terapia anti-estrés al qi gong, dentro de las “artes de curación tradicionales chinas”, o la meditación como potenciadora del sistema inmunológico y de capacidades cerebrales dormidas, etc.

(238) Conviene recordar que con frecuencia los fenómenos exóticos son producidos por desplazamientos de la mirada sobre objetos que nosotros mismos hemos creado cuando los depositamos en personas sobre las que hemos asignado tal función. Un ejemplo elocuente es el de los vestidos de Gauguin en sus mujeres tahitianas: esas telas con que se cubren, que se convierten en expresión de su exotismo, que por lo visto habían sido importadas de Francia.

 

  excurso 1 tema XIV

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