V. Cuerpo e historia
13. Del campesino al hombre contemporáneo: del «trabajo físico» al «ejercicio corporal»
14. La emergencia de la historia y la alienación del cuerpo
15. Modernidad, huida del cuerpo, perspectivas
13. Del campesino al hombre contemporáneo: del "trabajo físico" al "ejercicio corporal"
Escuchaba hace años a un viejo campesino vasco que participaba en su juventud en apuestas que hoy llamaríamos deportivas, que realizaba su preparación física corriendo por el bosque sin que nadie le viera pues, de ocurrir esto, sus vecinos –incluso aquellos que después acudirían a la plaza como espectadores de su contienda–, le tomarían por loco. Sin embargo, hoy estamos acostumbrados a ver a gente corriendo, haciendo ejercicio físico o practicando deportes en cualquier ciudad o parque público, y no reparamos en que hace sólo unos años –apenas una generación–, esto resultaba inconcebible.
¿Cómo interpretar este cambio de percepción? Está la aparición del tiempo libre, algo casi impensable en un campesino; la mencionada presión para la práctica deportiva que analizaremos más adelante; pero también y sobre todo, un cambio en la consideración de lo que el cuerpo representa, de nuestra relación con el mismo. Y en la perspectiva que podemos abarcar, todo parece indicar que el cambio se produce entre el campesino y el habitante de ciudades contemporáneo. Ya que para el campesino –pero también para el cazador-recolector que le precedió y para el obrero industrial que vino después–, el cuerpo era, ante todo, una herramienta de trabajo. De sus cualidades innatas y de su habilidad dependía, en buena medida, su supervivencia.
Para el campesino (más aún para el cazador, y todavía para el obrero industrial), la relación del ser humano con su propio cuerpo expresaba su integración tanto en un ciclo vital individual (con sus etapas de características cambiantes), como en su entorno natural y social. En tales circunstancias, sólo unos pocos podían permitirse el lujo de exonerarse del trabajo físico: aquellos que por su estatus o clase vivían de los excedentes del trabajo ajeno. Hoy, sin embargo, y en la medida en que la máquina va sustituyendo al hombre en los ciclos productivos, y la mujer se va liberando de una dependencia absoluta de los ciclos reproductivos, más y más gente deja de depender de un trabajo físico para sobrevivir. En las sociedades postindustriales, la mayoría de los hombres y mujeres dependen cada vez menos de sus destrezas físicas, y más de trabajos que dependen de sus habilidades intelectuales o de relación.
¿Tiene este cambio algo que ver con la distancia que separa al campesino del hombre contemporáneo; al hombre o la mujer que salen a hacer su carrera en el parque urbano o incluyen en su agenda un tiempo para hacer «ejercicio«, y aquél que en la sociedad agraria no podía concebir tal actividad pues bastante tenía con su trabajo físico? Todo parece indicar que sí, aunque no deja de resultar vertiginoso que aquellos campesinos fueran mis padres, y que yo no soy la excepción sino la regla de la gran mayoría de la humanidad que, en una sola generación, deja la sociedad agraria y, atravesando o no la manufactura industrial, se convierte en un ciudadano de la sociedad postindustrial.
Pero, si miramos un poco más detenidamente, nos encontramos con que esta transición no es sino la última manifestación de un proceso que se produce –o se inicia como un impulso inseparable a la naturaleza humana– en los mismos albores de la historia.
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14. La emergencia de la historia y la alienación del cuerpo
Este proceso que, insisto, muchos presenciamos y vivimos en una sola generación, se ha producido sin embargo en el interior de un largo devenir que ha conducido a lo que podríamos definir como el logro de un alto nivel de autonomía de la vida con respecto al cuerpo. El propio hecho de pensar y hablar de ello es una expresión más de tal autonomía. Este grado de autonomía es relativamente reciente en la historia de la humanidad, y coincide con la emergencia de cierta conciencia individual de la que hoy participamos. Esta conciencia parece ser posterior a la consolidación de la sociedad agraria en el neolítico superior (alrededor del segundo milenio antes de nuestra era), y pone las bases para los siguientes pasos históricos, entre los que podemos destacar por su cercanía, las revoluciones burguesa e industrial y la aparición, con ellas, de la modernidad (47).
Parece razonable pensar que, antes de la implantación del mundo agrario como forma dominante de vida (el descubrimiento de la agricultura se sitúa aproximadamente 12.000 años atrás, a los que precedieron otros más de 200.000 donde los hombres eran cazadores y recolectores), el ser humano no se encontraba en condiciones de realizar esta reflexión sobre la naturaleza y su cuerpo. No disponía, sino de forma muy rudimentaria, de los atributos que la hacen posible: un lenguaje suficientemente especializado en la abstracción, en primer lugar. La revolución neolítica representó pues la transformación más radical en la historia conocida del género humano. O mejor dicho, esta transformación, evolución o revolución, por representar el mismo origen de lo que podemos concebir como Historia (y con ella, la aparición en nuestra conciencia de esa entidad que llamamos tiempo, creadora de la línea que se desarrolla desde un pasado hacia un futuro), y ser el trance en el que surge la conciencia de lo que somos y lo que podemos llegar a ser en ese río temporal, no es sino la transición fundamental hasta la revolución mundial –aún sin nombre decidido– de la que participamos últimamente. Una transformación especialmente dramática pues, con la emergencia de las capacidades lingüísticas, se exacerba nuestra conciencia de separación: la brecha entre lo que yo soy y lo que el universo que me rodea parece ser crece de forma angustiosa. Y con ella, todos los recursos para negar, compensar o trascender tal conciencia.
Desde entonces, toda civilización es creada con sus instituciones –estados, imperios, castas, religiones y todo tipo de proyectos de inmortalidad–, con la improbable tarea de cerrar esa brecha que no ha hecho más que aumentar en las últimas décadas tras la revolución industrial y la mundialización de los modelos económicos occidentales. Este proceso de disociación de la naturaleza humana con respecto al resto de la naturaleza, se expresa en cada uno de nosotros en la distancia o el abismo que percibimos entre el propio sentimiento de identidad y la otra naturaleza dentro de nosotros mismos, que no es más que nuestro propio cuerpo.
Podemos intentar resumir de la siguiente manera las características tanto externas –productivas y de organización social– como internas –de conciencia– de estas dos grandes épocas: el ser humano, antes del desarrollo de la agricultura (entre un 95 y un 98% de su tiempo total sobre este planeta), vivía en pequeñas hordas de no más de 50 miembros, dedicado a la caza y la recolección. El tiempo debía de ser vivido en pequeños ciclos en relación a estos quehaceres, el lenguaje estaba surgiendo llegando a la construcción de los primeros conceptos-sustantivos, etc. Con la aparición de la agricultura comienza lo que conocemos como historia (lo anterior es pre-historia), el ser humano va dejando de ser nómada y conviviendo en aldeas, pueblos y ciudades. El desarrollo tecnológico permite la acumulación de excedentes sobre la que se construyen los primeros estados e imperios con sus separaciones de castas y clases. Se desarrolla el lenguaje formal y la escritura, y una conciencia del tiempo, de sí mismo y de la muerte, que lleva a crear mitologías que harán posible una progresiva y relativa sustitución de los linajes de sangre por las identidades de pertenencia a un pueblo o nación, entre otras (48).
Parece haber una relación indisoluble entre ambos fenómenos: la emergencia de lo que hoy llamamos yo, ego o mente, de la conciencia individual tal como la vivimos actualmente la mayoría de los seres humanos, y una relación conflictiva con nuestro ser corporal, con el cuerpo. Podríamos mirar las «Historias« conocidas bajo el prisma de la exteriorización de este conflicto, y la añoranza de un pasado mítico en el que tal relación conflictiva no debiera existir (ya que no había conciencia temporal ni, por tanto, la misma conciencia de muerte, ni el grado de separación que, con el tiempo, ha ido tiranizando más y más la vida de los mortales).
Las culturas judeo-cristianas han resuelto esta situación asignando al cuerpo el lugar de la limitación y el pecado, pero la ecuación cuerpo-cárcel está igualmente presente en las sociedades brahmánicas o pitagóricas, por lo que podemos pensar en que se ha tratado de una solución ligada a tal proceso de transformación del conjunto del género humano. Con todo, esta solución no ha excluido, para el hombre o mujer que sienten y utilizan su cuerpo como herramienta y, en cierta medida al menos, como extensión de la naturaleza, una percepción del cuerpo también como espacio para el gozo y como lugar donde la naturaleza se realiza. Este lugar regido por determinados ciclos de los que es partícipe, expresa un orden y una sabiduría que desbordan con frecuencia sus limitaciones de comprensión. Cuerpo-cárcel y cuerpo-templo: una tensión en la que el ser humano no ha dejado de desenvolverse a lo largo de toda su Historia hasta fechas recientes.
Merece destacar como algo más sintomático que paradójico que, con la eclosión de la revolución industrial, muchos tienden a la mitificación del mundo agrario como un mundo sin las servidumbres y miserias de tal revolución (la pérdida de los valores que investían al noble campesino…) cuando, con un poco de perspectiva, tal revolución no es más que la conclusión natural del neolítico y del mundo agrario: el titánico esfuerzo humano por liberarse de la servidumbre de la naturaleza, primero domesticando su producción de alimentos vegetales o animales para, finalmente, liberarnos de cualquier servidumbre asociada a la misma: nuestro propio cuerpo. No es difícil percibir en los impulsores de tal mitificación –intelectuales liberados hace tiempo de las servidumbres agrícolas y el trabajo manual– el miedo que provoca la amenaza de desaparición de un mundo no tan justo como conocido y al que se hallaban acomodados: su propio mundo. En este sentido, la fascinación por Oriente de algunos de estos mismos defensores del mundo antiguo, sobre la que nos detendremos más adelante, no se puede separar del malestar producido por la última manifestación de la escisión entre el ser humano y la naturaleza.
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15. Modernidad, huida del cuerpo, perspectivas
Un campesino reprime buena parte del impulso hedonista relacionado con su cuerpo por imperativos de supervivencia individual y social, pero vive a la vez dentro de un ciclo más cercano a lo que el cuerpo es: expresión de procesos instalados en un orden inmemorable compartido con el resto de la biosfera. Pero en los países económicamente más poderosos –y por su impulso, cada vez más en el resto del mundo–, la ciudad no sólo ha dejado de estar ligada a los campesinos, sino que la proporción de humanos dedicados a la agricultura está dejando definitivamente de ser mayoritaria. Como expresión de esta superación definitiva del momento neolítico, la mayoría de la población vive ya, aunque desde hace muy poco tiempo, en las nuevas ciudades. Y no sólo eso, la revolución industrial ha transformado, incluso al que trabaja en el campo, en un gestor o trabajador industrial. No parece descabellado pensar que, a lo largo de este proceso, se produzcan cambios en la conciencia de los individuos, en su subjetividad.
La moderna individualidad surgiría de un estadio en el que cada ser humano no sería nada sino en función de sus relaciones de parentesco primero –ya en las sociedades pre-agrarias–, y más adelante, en función de su pertenencia a un pueblo o nación con sus diferentes estratos, castas o clases –en las sociedades, estados e imperios agrarios–. Frente a estos vínculos, la modernidad ha intentado abrirse paso presentándose como artífice del triunfo de una nueva conciencia que se pretende anclada en el individuo y la razón (49). Pretende hacernos individuos por encima de aquellos dos vínculos fundamentales (sangre/parentesco y pertenencia). Pero dejar atrás la familia, la raza, el pueblo o la nación como dadores esenciales de identidad, no ha sido ni parece ser posible sin pagar un alto precio de alienación. Damos un paso adelante liberándonos del excesivo peso de la pertenencia, tratando de sustituir mito por razón pero, a la vez, vamos diluyendo nuestra vivencia como seres corporales, nuestro profundo lazo con la naturaleza hasta la situación actual (50).
No pretendo que las cosas sean claras y funcionen en una única dirección. Aunque con la modernidad el grado de presión-represión que ejercía la sociedad agraria sobre el cuerpo como lugar de gozo y, por lo tanto de trasgresión, haya disminuido en las sociedades urbanas contemporáneas, y un renovado interés por el cuerpo haya hecho eclosión, ¿quiere esto decir que el cuerpo va dejando de ser la cárcel y que va a desaparecer su anterior servidumbre? Como decíamos, la superación de un estado se realiza pagando un precio, o descubriendo que la brecha entre yo y mi cuerpo crece aún más, de forma paradójica, cuando me siento liberado de ciertas ataduras (aquellas que obligaban al cuerpo a ser el hermano asno, la herramienta insustituible de supervivencia).
Desde que se reconoce mortal, el ser humano no ha dejado de empeñarse en un proyecto tras otro de inmortalidad: sacrificios sustitutorios, magia, mitología o ciencia, pero teniendo que enfrentar finalmente su propia muerte, el deterioro y la destrucción de un cuerpo que le aboca al vacío.
Hoy parecemos acercarnos al punto en el que, por los avances técnicos, podemos entrar en los secretos del código genético. Y esta entrada tiende a presentarse como la llave que abrirá definitivamente al género humano la puerta a la liberación de cualquier dependencia de lo corporal. La intervención tecnológica sobre el cuerpo puja por encontrar un espacio nunca antes aceptado por el orden simbólico y social. Pero, ¿significa esto un cambio a mejor, «la solución de la escisión cuerpo/mente« o, por el contrario, nos acercamos a su máxima expresión? La actual relación entre la naturaleza material y espiritual –física y simbólica– del ser humano, construida en miles, quizá millones de años de adaptación y evolución, se enfrenta a una disyuntiva en la que puede comenzar a salirse literalmente de su naturaleza construyendo otro ser humano.
Hoy por hoy, contra las ingenuas pretensiones de incorporación del cuerpo a nuestra subjetividad, la progresiva y relativa liberación de las servidumbres corporales no ha traído consigo una mirada que reconoce en el cuerpo la conexión con lo biológico en nosotros en aras a alguna posible integración. Más bien parecemos decididos llevar al extremo su utilización instrumental. Tanto que soñamos con sustituir ésta supuesta máquina corporal por alguna otra de invención humana con perspectivas de inmortalidad física.
Mientras esto llegue, vamos acrecentando el poder con el que actuamos sobre el cuerpo. Nos queda por ver algo de la naturaleza de esas intervenciones, comenzando por las menos agresivas y más directamente relacionadas con el tema que nos atañe: el deporte y los actuales enfoques de trabajo corporal. Pero antes, merece detenerse en las consideraciones sobre el sentido de identidad a que venimos aludiendo, desde el salto cualitativo que representa el reconocimiento de la autonomía de lo emocional.
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NOTAS
(47) Sentido de identidad, autonomía, subjetividad, son conceptos intercambiables en este caso. Sabiendo que aquí me deslizo en el “espinoso” tema del sujeto sin llegar a abordarlo frontalmente, aunque sin poder soslayarlo. Estará en el centro del debate cuando, en un segundo volumen, hablemos de trascendencia.
(48) No es una cuestión menor el hecho de que tendamos a olvidar que el tiempo de la historia es un fenómeno relativamente nuevo al que apenas nos adaptamos: “la ideología oficial de la cultura superior, en todas sus variedades, quiere hacernos creer que la auténtica historia, aquella de la que merece la pena ocuparse, no tiene más que cuatro o cinco mil años y que el género esencial en el que estamos obligados a contarnos salió de entre la niebla precisamente entonces, en Egipto, Mesopotamia, China y la India… el hombre no tiene más edad que la cultura superior, la humanidad propiamente dicha empieza ya a lo grande… Nunca se podrá insistir bastante en lo falso que ha sido desde siempre este adoctrinamiento, y en lo funestamente que sigue actuando hoy. La obsesión por las culturas superiores es el proton pseudos, la mentira esencial y el error capital no sólo de la historia de de las humanities, sino también de la ciencia política y de la psicología. Destruye, al menos como consecuencia última, la unidad de la evolución humana y hace que la conciencia contemporánea salga despedida de la cadena de las innumerables generaciones humanas que han elaborado nuestros “potenciales “genéticos y culturales…”. Peter Sloterdijk 1993, En el mismo barco, ensayo sobre la hiperpolítica, Ed. Siruela 1994.
(49) Una Razón que, entre otras cosas, intenta “iluminar” y pacificar los impulsos salvajes pre-humanos, una capacidad cuestionada por la realidad de los hechos, pero también por las visiones más profundas del ser humano desde el idealismo europeo al psicoanálisis. En este sentido, el budismo se alinea con esta perspectiva, mientras que la ideología new age representa la última versión naif de la ingenuidad racionalista (trataremos esta cuestión en el área 4 del segundo volumen, Una nueva (in)trascendencia.
(50) Según muchos pensadores, la emergencia de la individualidad como conciencia egóico-racional o identidad lingüística, hace su eclosión irreversible hacia mediados del primer milenio antes de Cristo, y llega a expresarse como proyecto colectivo con el surgimiento del estado moderno, en el siglo XVI en Europa.