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XXI. Algunas notas sobre guerra y terror en el siglo XXI a modo de preludio

 

93. La irrupción de lo Real en la inauguración del nuevo siglo
94. Las condiciones del terror

 

“Habitualmente, en nuestro universo mediático, la imagen está ahí en lugar del acontecimiento. Lo sustituye, y el consumo de la imagen agota el acontecimiento por delegación. Esta visibilidad de sustitución es la estrategia misma de la información, es decir, en realidad, la búsqueda de la ausencia de información por otros medios. Del mismo modo que la guerra actual es la búsqueda de la ausencia de política por otros medios”.

Jean Baudrillard (393)

“Ante el miedo el hombre siempre se ha refugiado en fortalezas, tanto exteriores como espirituales, y supongo que, de analizar cada siglo de la Historia, identificaríamos las murallas y trincheras que se encontraron adecuadas en cada época. Por la misma razón el hombre ha dado lo mejor de sí mismo cuando al abrir los muros de su refugio se ha lanzado, pese a todas las dificultades, a la exploración de la existencia, a la búsqueda de colores y a la captura de matices. Al aventurarse en esta dirección un individuo o una comunidad, el miedo no desaparece –inextirpable siempre– aunque queda provisionalmente detenido por el propio empuje de la acción, por la sobredosis de vitalidad que comportan el conocimiento y el deseo, la búsqueda y la transformación. Fuera de la fortaleza el valor de la aventura no estriba, por tanto, en la temeridad de creer que el miedo ha sido anulado porque el nombre es completamente libre, sino en la prudencia y en la audacia de poder soñar libremente sobre lo que está más allá de la línea del horizonte”

Rafael Argullol (394)

 

 

93. La irrupción de lo Real en la inauguración del nuevo siglo

Que la guerra es la continuación de la política por otros medios, es la frase más célebre del conocido tratado De la guerra, escrito por el oficial prusiano Carl von Clausewitz en la primera mitad del siglo XIX. Y las palabras de Baudrillard que encabezan este tema, no parecen matizar a la propia guerra, sino a la “ausencia de política” que caracterizaría a nuestros tiempos. Es como si cuanto menos nos dijera que, aunque la política flaquee, la guerra goza de muy buena salud.

Y la guerra, esa activación acelerada del matar y el morir en la que los hombres se ven obligados a participar en nombre del honor, sigue resultando tan propia del ser humano que la aspiración a la paz vuelve a parecer, en el albor de este nuevo siglo, el más pío e ingenuo de los deseos.

Pero aunque no salgamos todavía del aturdimiento, y no me parece inapropiado volver a dejarnos llevar por momentos por aquella extraña fascinación –mezcla de horror y admiración– que produjo en nosotros la visión repetida una y otra vez de las imágenes del desplome de las torres gemelas del WTC de Nueva York, debemos retomar nuestros quehaceres (395).

Los años van pasando, el nuevo siglo avanza, pero con la implosión de aquellas torres se nos ha puesto delante el nuevo rostro de lo Real, entendido esta vez como aquello que no puede ser incorporado a ninguna construcción simbólica, pero que a su vez –como si de un agujero negro se tratase–, focaliza y organiza desde su intratabilidad el orden secreto e inexorable de los acontecimientos (396). En muy pocas palabras, se diría que lo Real se hace presente en nuestro despertar para hacernos comprender que la proclamación de un único poder planetario tras la caída del Otro que lo polarizó durante más de cuarenta años –el bloque soviético–, no representaba el anuncio del “fin de la historia” (la implantación del liberalismo económico y la autorregulación en la democracia planetaria como triunfo de la última utopía capitalista fundida con la misión salvífica norteamericana), sino su continuidad por otros medios.

Son demasiadas las preguntas no contestadas por los poderes imperiales americanos alrededor de aquel acontecimiento, y excesivas las mentiras proclamadas a continuación como verdades incuestionables, como para seguir considerando ese nuevo punto de partida como el fruto de un puñado de suicidas capitaneados por el, hasta entonces mismo, amigo Bin Laden (397). Aunque Al Queda sea real, como lo fue el asesinato de los herederos de los Habsburgo en Sarajevo en aquel verano de 1914 que dio pie a la Gran Guerra, es estúpido pensar que Gravilo Princip, el autor material de aquel atentado, provocara los diez millones de muertos de la guerra que le siguió.

“La guerra flotaba en el zeigeist, el espíritu del tiempo como deseo, como gimnasia, como taller de hombre, como necesidad. El futuro presidente Roosevelt se dirigió en los años veinte a los cadetes de la Academia de Guerra Naval en estos términos: “Ningún triunfo de la paz es tan grande como los supremos triunfos de la guerra”. El novelista alemán Ernst Jünger escribió en Tempestades de acero: “La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío. No hay en el mundo muerte más bella”. Se hablaba del valor educativo y del aspecto ético de la guerra. La sangre, se decía, era la tonificante cura de hierro de la humanidad. Para Ruskin “es el fundamento de todas las artes, la base de todas las demás virtudes y facultades de los hombres”. Esa idea liberadora de violencia convirtió a Europa en una inmensa tumba. En la medianoche del cuatro de agosto de 1914, estaban en guerra cinco imperios europeos” (398).

A partir del 11 S, nuestras ilusiones pacifistas se encuentran ante un giro insólito:

[Lo mismo que] “los miedos del siglo XX se guiaron por el turbulento sismógrafo de las utopías bañadas en sangre y, después, por la calma mortal de la Guerra Fría, eran miedos que provenían del pasado, y pudieron por tanto ser predichos por visionarios como Nietzsche. Los del nuevo siglo provienen del futuro. [Y así,] a velocidad de vértigo el mundo ha sido instalado en la nueva fortaleza, quizá la más ambiciosa y también la más prodigiosa que se haya concebido hasta ahora porque pretende ser universal, y en su universalidad adquiere tonos metafísicos y fantasmagóricos… [Uno de sus arquitectos, Donald Rumsfeld, a la sazón secretario de defensa norteamericano confesó en 2002] que la actual estrategia busca una protección frente a “lo incierto, lo desconocido, lo imprevisto, lo inesperado” (399).

Ante una amenaza de semejante naturaleza, las restricciones en derechos ciudadanos que en otra circunstancia –unos años antes–, se habrían topado con la resistencia de mucha gente, son hoy aceptadas como inevitables ante la proclamación universal del Terror: “ese enemigo cósmico, vanguardia de lo “incierto” y lo “desconocido”, convertía en legítima la construcción de la Gran Fortaleza”.

Esto es, que un enemigo ha sido inmediatamente sustituido por otro, pero este otro tiene tal naturaleza que reafirma la justificación de Estados Unidos como única potencia imperial cuyo presupuesto armamentístico en la actualidad representa la mitad del gasto armamentístico sumado del resto de países del planeta. Pero no es sólo eso. A partir de ese instante, esa guerra fantasmal impregnará nuestra vida cotidiana y tratará de instalarse en nuestras conciencias con su propia lógica de terror.

 

94. Las condiciones del terror

“Si hubiera que encontrar una causa o una condición objetiva de posibilidad del terrorismo, entonces la dominación del resto del mundo sería, ciertamente, una de ellas, pero también el sofisticadísimo sometimiento –el nuestro– a una tecnología integral, al superdesarrollo que hace de cada existencia individual un objeto de total indiferencia, e incluso de odio y contratransferencia. Y eso en los países superdesarrollados. Puede darse ahí un rechazo de esa realidad virtual aplastante, de esa supremacía técnica y artificial, también vivida como dominación y secreta humillación. Todo lo cual puede acarrear una denegación violenta en forma de represalias, por así decir, frente a ese exceso de realidad. En el fondo, tal vez la desesperación se encuentra en los dos bandos”.

Jean Baudrillard (400)

Parece pues que Occidente se ha declarado la guerra a sí mismo a partir de este acto insólito y que, nuevamente pero de una manera acaso también insólita, volvemos a quedar atrapados en la economía de guerra:

“Es tan lógico como inexorable que el aumento de poder del Poder exacerbe la voluntad de destruirlo. Pero hay más: en algún lugar, él mismo es cómplice de su propia destrucción… Se ha dicho: “El propio Dios no puede declararse la guerra”. Y bien, sí que puede. Occidente, en la posición de Dios (de omnipotencia divina y de legitimidad moral absoluta), se vuelve suicida y se declara la guerra a sí mismo” (401).

Como en cualquier “economía de guerra”, los principales recursos de una sociedad son dirigidos a alimentarla. Estos recursos no son sólo materiales y humanos, en un sentido cuantitativo. Se trata de que todas las prioridades individuales o sociales, y en este caso, muy en particular, las prioridades espirituales, son organizadas en torno a este fin. Y digo espirituales porque, desde el principio, esta guerra ha sido definida por ambas partes –quien la declara, quien la asume, quien la alimenta, quien la promueve...–, como una guerra santa. Ya que no hay un frente definido –se trata de un enemigo sin estado que si no existiera, nosotros mismos nos veríamos obligados a crear–, se nos presenta como una infección letal que amenaza a nuestro propio sistema inmunológico. Así, tras las plagas físicas e ideológicas de los últimos siglos –cáncer, comunismo, sida, fascismo…–, el frente se desplaza ya a todos los lugares y no-lugares, desde las ciudades a los hogares, desde los medios de comunicación hasta las conciencias. Las catástrofes que seguirán, nombradas ya con esa curiosa combinación de letras y números propias de los códigos de guerra –11M, 7J…– serán engullidos por un “inmenso trabajo político e ideológico de mistificación, que de hecho es un trabajo de duelo… [pues] es preciso regresar al curso normal de las cosas de la cual la guerra forma parte” (402).

Pero, ya que es el terror lo que configura esta nueva guerra, una guerra que desdibujará o alterará las disquisiciones sobre guerra real y guerra verdadera que ocupaban a los viejos teóricos y moralistas (403), es conveniente detenernos aún un momento en pensar la naturaleza de este fenómeno. Jean Baudrillard, en el ensayo que venimos comentando, habla de tres hipótesis posibles sobre el terrorismo que “tienden a atribuirle un sentido histórico, político, religioso, psicológico y, de este modo, a borrar su singularidad” (404):

  1. La hipótesis cero: “El acontecimiento terrorista no tiene una particular importancia. Es insignificante, no hubiera debido existir y, en el fondo, no existe. No es más que una peripecia accidental en el trayecto mundial hacia el bien y la felicidad. Coincide en este punto con la ilusión teológica, según la cual el Mal no sería finalmente más que una ilusión”.

  2. La hipótesis máxima o conspirativa: “Los terroristas son locos suicidas, fanáticos de una causa pervertida, psicópatas asimilables a serial killers que deben ser eliminados como tales… Éstos son manipulados por algún poder maléfico y se limitan a explotar el resentimiento y el odio de todos los pueblos oprimidos para justificar su violencia y su furia destructiva… “Hipótesis máxima” en cuanto última tentativa de darle al terrorismo una especie de causa objetiva y, por lo tanto, de razón histórica. Pero si lo miramos con detenimiento, esta tesis basada en la desesperación es, a su vez, desesperada. Condena al terrorismo a ser un gesto de impotencia, una confesión de impotencia que representa la miseria mundial sólo para dinamitarla en un gesto definitivo”. En caso de que reconozcamos en el terrorismo una forma de acción política justificada de oposición al orden mundial, terminaremos reconociendo su manipulación por parte de ese orden y su fracaso. “El sistema sería el cáncer y el terrorismo su metástasis”. Esta hipótesis también resulta desesperada ya que supone que “toda violencia es a priori cómplice del curso de las cosas… [Finalmente] niega toda singularidad… descalifica no sólo las intenciones de los actores sino aquello que su acción pone en juego”.

  3. La hipótesis soberana: “La que trata de pensar el terrorismo más allá de los actores y de la violencia espectacular, como el surgimiento de un antagonismo radical en el corazón mismo del proceso de globalización, de algo irreductible, en su singularidad, a esa realización integral, técnica y mental del mundo, a esa evolución inexorable hacia un orden mundial consumado, una consumación del mundo bajo el signo de un poder definitivo”. Lo que en el capítulo anterior hemos asignado como la emergencia de lo Real: “la hipótesis terrorista es que el propio sistema se suicide en respuesta al desafío múltiple de la muerte y el suicidio. Porque ni el sistema ni el poder escapan a la obligación simbólica: la de responder so pena de perder el rostro”.

Me atrevo a decir que las tres hipótesis y sus variables pueden pervivir y combinarse en las actuales formas de terrorismo, pero que es la tercera, la soberana, la que domina en cuanto fenómeno interno del nuevo orden que el actual poder hegemónico trata de imponer:

“… al reunir todas las cartas en su mano, obliga al Otro a cambiar el juego y a cambiar las reglas del juego. Las nuevas reglas del juego son feroces, porque lo que está en juego es feroz. A un sistema cuyo exceso de poder le plantea un desafío insoluble, los terroristas responden con un acto cuyo intercambio mismo es insoluble e imposible… Cualquier violencia tradicional regenera el sistema, a condición de que posea un sentido. La única amenaza real para el sistema es la violencia simbólica, la que carece de sentido y no aporta alternativa ideológica alguna”.

Si leemos esa violencia como parte inherente del mismo, estamos entonces ante un aumento general de la tensión tendente a colapsar por implosión el propio sistema de dominación.

Pero los actores que ahora ocupan (casi) todo el escenario no son los únicos. Y, en este sentido, China se postula como un actor que no atiende al menos estrictamente a estas construcciones. China parece dispuesta a gestionar y canalizar a su manera una situación de la que, a diferencia del siglo XX, va a ser también protagonista del orden mundial.

Con todo, aceptando que esta primera década del nuevo siglo ha roto los esquemas con los que muchos contábamos unos pocos años atrás, no podemos sino continuar con un hilo de reflexión del que, inevitablemente, somos herederos. Un hilo que por su desactivación en la realidad de las guerras que hoy son y serán, permite quizá iluminar alguna zona de sombra que ha generado el devenir humano. El hilo de la marcialidad.

 


NOTAS

(393) La violencia de lo mundial, 2003, publicado en La violencia del mundo, Ed. Paidós, 2004.

(394) Manifiesto contra la servidumbre, escritos frente a la guerra. Ed. Destino 2003.

(395) Se ha dicho de aquella escena que representa “un hecho simbólico total… con sobrefusión de la realidad y de la ficción, con un plus de realidad ligado a un plus de ficción”, ya que tanto la imagen como el acontecimiento nos resultaban inimaginables, rompían con las interpretaciones a las que estábamos dispuestos, fueran éstas económicas, psicológicas o políticas. “Y si no es representable, es que no es real propiamente hablando; es, a la vez, no real y más que real. En lugar de producir información o generar una información llamada “real”, produce incertidumbre, una inmensa incertidumbre, porque justamente rompe la sucesión lineal de los hechos “reales” y la sucesión lineal, ininterrumpida, de las imágenes. Incluso en mitad del tropel de acontecimientos insignificantes e imágenes banales con que tratamos, significa una detención brutal de la imagen, una detención violenta del mundo, una detención violenta en la cadena de la información”. Jean Baudrillard, op. cit.

(396) “Lacan identifica lo Real en relación con otras dos dimensiones básicas –lo simbólico y lo imaginario- y las tres juntas constituyen la estructura (borromea) triádica del ser. Para Lacan, lo que llamamos “realidad” está articulado mediante la significación (lo simbólico) y la esquematización característica de las imágenes (lo imaginario). En sentido estricto, tanto lo simbólico como lo imaginario funcionan dentro del orden de la significación. Igual que la teoría “general” y “especial” de la relatividad de Einstein, lo imaginario puede ser considerado un caso especial de significación. Lo que los diferencia es que mientras que lo simbólico en principio no tiene límites, lo imaginario tiende a domesticar esta apertura mediante la imposición de un paisaje fantasmático característico de cada individuo. En otras palabras, lo imaginario detiene lo simbólico en torno a determinados fantasmas fundamentales… Lo Real, por el contrario, no pertenece al orden (simbólico-imaginario) de la significación, pero es precisamente aquello que niega tal orden; aquello que no puede ser incorporado en él. Lo Real persiste como una dimensión eterna de la falta, y toda construcción simbólico-imaginaria existe como una determinada respuesta histórica a esta falta básica. Lo Real siempre funciona de tal modo que impone límites de negación a todo orden (discursivo) significante y –por medio de la imposición de tales límites- sirve simultáneamente a su constitución. En este sentido, lo Real es estrictamente inherente a la significación: en tanto el horizonte irrebasable de negatividad de cualquier sistema de significación, como su misma condición de posibilidad”. Glyn Daly, 2004, en la introducción a sus conversaciones con Slavoj Zizek, Arriesgar lo imposible. Ed. Trotta, 2006.

(397) El documental de Robert Moore Fahrenheit 9/11 (2004) representa el límite de las preguntas sin respuesta que los medios occidentales se pueden permitir sobre estos hechos. Pero hay que acompañar a ellas las que se plantean desde otros lugares, como las que formula Dylan Avery, 2006, en su 9/11 Loose Change (ver www.loosechange911.com).

(398) Manuel Leguineche en el diario El País, 1999, El ultimátum era a un mundo.

(399) Éstos y los siguientes entrecomillados de este capítulo provienen todos del artículo citado de Rafael Argullol.

(400) Jean Baudrillard, op. cit.

(401) Ídem.

(402) Ídem.

(403) La guerra real es la que proviene de la naturaleza humana cobarde y egoísta que llevará a intentar salvar el pellejo, frente a la guerra verdadera que proclama “la obediencia absoluta, el valor resuelto, el sacrificio personal y el honor” según los códigos proclamados por Clausewitz (John Keegan, 1993, Historia de la guerra. Ed. Planeta, 1995), compensados a su vez por los llamados valores humanitarios que empujan a perseguir los “crímenes de guerra” y a tratar de minimizar sus secuelas a través de organismos como la Cruz Roja o el organismo de la ONU para los refugiados, creados a lo largo de los dos últimos siglos.

(404) Jean Baudrillard, op. cit. Los entrecomillados que siguen en este capítulo pertenecen a la misma obra.

 

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