Interludio: una pausa
Me planteo si es justo terminar hablando de espectáculos delirantes y anuncios de coches. Prometí preguntas desde las primeras páginas y jugar no inútilmente con “la candidez azul de las palabras” pero, ¿era necesario este alboroto? Puede que sí, siempre que nos permitamos una pausa.
Sería bueno acertar con las palabras, esos demarcadores que a menudo nos dejan paralizados. Tanto como para proclamar primero su inutilidad y actuar a continuación con la certeza de quien da por conocido lo que nombra.
Acaso bastaría con reconocernos herederos de algunas herramientas, y utilizarlas después con el respeto del aprendiz de carpintero que recibió un viejo formón con la marca de unas manos que no llegó a conocer…
Me he referido a la muerte en algunas páginas anteriores, pero mucho menos a los anhelos o sueños de inmortalidad que alimentamos desde que la conocimos. Sabiendo que el taichi se ha colado en la cotidianeidad de muchos contemporáneos por alguna de las grietas abiertas en las certezas de aquellos deseos, me parece obligado referirse a ellos. Que Oriente represente ese Otro en el que algunos nos miramos, nos llevará a afrontar directamente asuntos que en pocas palabras se explican como sus “raíces taoístas, confucianas, o budistas”. Desde el principio, intenté ponerme a salvo de estos tópicos (“¡Ah, el taoísmo!, fórmula mágica para obtener respuestas rápidas…”). Trataré de encararlos en una nueva (in)trascendencia que abrirá el siguiente volumen.
En unos tiempos en los que la paternidad o maternidad físicas van dejando de ser principal centro articulador en más y más contemporáneos, estamos viendo, quizá con otra luz, que todos somos padres/madres de lo que tocamos o construimos, transmisores de algo de las vidas y los mundos que recibimos y sentimos desvanecerse en el tiempo. También por esto será necesario continuar hablando de transmisión y aprendizaje en los capítulos que puedan continuar.
Por último, y tratándose del tai chi chuan, de algo que igualmente puede llegar a ser identificado en los términos que hemos establecido como en su negación (negación del principio de la polaridad al reducirse a simple técnica expansiva; negación de su potencial de interiorización al ser practicado como deporte; negación de su función saludable al ser vendido como panacea; negación de su naturaleza marcial, convertido en residuo folclórico…), será obligado concluir con algunas palabras en torno a este fenómeno en su entidad histórica reciente. Las promesas del tai chi chuan será pues el tema con el que cerraremos nuestra exploración.
Anuncié desde el principio que hay algo de imposible en el proyecto que acompaña a estas páginas. Imposible porque pretende que las variables con las que partimos queden finalmente trastocadas. Y que es eso precisamente lo que exige fidelidad a los términos en que el proyecto ha sido planteado.
Pero como la realización de algo semejante concierne exclusivamente a tiempos y espacios subjetivos intransferibles, es hora de hacer una pausa y guardar silencio. Como intentamos –pausa y silencio- cada vez que realizamos ese ritual al que llamamos la práctica del tai chi chuan. Un ritual que con maneras simples pretende el acceso puntual a dimensiones renovadas de quietud. Pero no porque la quietud sea buena…
“… El sabio vive en quietud no porque la quietud sea buena, sino porque los diez mil seres no pueden turbar su mente… El reposo lleva al vacío, el vacío a la plenitud, y la plenitud es norma. Cuando el reposo implica el vacío, y el vacío el movimiento, entonces ese movimiento resulta eficaz”.
Zhuang zi